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sábado, 2 de julio de 2016

Mi luz interior: Córdoba y la esencia de la mediocridad


Los rigores del verano, auténtica tortura desconocida e inimaginable para todo aquél ser humano que no ha sufrido a Córdoba en Julio, provocan cada año ese adormecimiento perenne que se instala inmisericorde en una ciudad hastiada de sí misma, asfixiada en su propia autocomplacencia, cansada de su cansancio secular y condenada al fracaso de sus tradiciones perdidas, reducidas al escombro de los puestos de caracoles que se resisten a abandonar los rincones de su miserable realidad y a la terraza infinita en que se transforma su piel nocturna hasta bien entrada cada madrugada de calor e insomnio.

Una ciudad cuyos habitantes huyen despavoridos a enclaustrarse cuando el astro rey se sienta en el trono desde el que dicta su infernal sentencia cada mediodía, resistiéndose a abandonarlo hasta que alcanza la madriguera del horizonte, convirtiendo en un desierto las callejuelas de su idiosincrasia solamente pobladas por los pobres convictos que arrastran a paso acelerado su pesada cadena de la oficina al hormiguero sin más sueño que descontar los segundos que restan para gozar de un rinconcito en el presunto paraíso de Fuengirola.

Una ciudadanía que ahonda en su siesta continua de doce lunas, incapaz de rebelarse a sí misma, inconsciente de que muere lentamente en el lamento ahogado de unos pocos agitadores temporales que acaban renunciando a su insurrección o marchando lejos de la podredumbre a cuya denuncia dedicaron acaso unos minutos de sus vidas.

El verano en Córdoba es la perfecta metáfora de su propia esencia. Un reino prácticamente olvidado por el universo del que un día fue referencia y en el que afloran caudillos incapaces de gobernar su propia inmediatez y que triunfan en el desgobierno del caos que sus predecesores dejaron como herencia y es la piedra filosofal que permite que su inutilidad sea elevada a los altares.

Habrá quien pretenda enarbolar el cartel del Festival de la Guitarra para contradecir mi visión tremendista sobre la ciudad que me vio nacer y agoniza paulatinamente entre su propio silencio, a sabiendas de que no es más que un espejismo en un erial que continúa cerrando librerías y abriendo bares reduciéndose hasta alcanzar la nada más absoluta, culpando a unos gobernantes que no son más que la consecuencia de su insignificancia incurable y no la causa de su enfermedad.

Cuando muera Agosto y retornen las calles a inundarse de cordobitas y sus entrañas a desperezarse mientras recupera su cotidianidad, muchos volverán a sentirse satisfechos con una ciudad de segunda, con su equipo de segunda, su feria de segunda y su Semana Santa de segunda. Es la esencia del buen cordobés y al mismo tiempo su auténtica tragedia, mostrarse satisfecho con su mediocridad al tiempo que señala con el dedo a sus vecinos por ser capaces de mirarse al ombligo y tener la osadía de soñar con crecer. Un día, hace muchos siglos, también mi ciudad albergó ese sueño y el sueño la convirtió en la capital del mundo. Hoy, olvidado el sueño, sólo permanece el letargo... y el silencio.

Sonia Moreno





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