Hay verdades inmutables, inalterables al paso del tiempo, que permanecen eternas mientras la sociedad que nos rodea sufre una inquietante y constante metamorfosis en la que se derrumban buena parte de los valores que heredamos, como que son el esfuerzo y la dedicación los cimientos que permiten al ser humano alcanzar sus objetivos. Una sociedad que solamente parece capaz de movilizar a los elementos que la componen en defensa de la ley del mínimo esfuerzo. Hemos tenido un ejemplo hace unas semanas con miles de jóvenes tirados literalmente en las calles en protesta porque algún “ente insensible” quiere obligarles a demostrar que han adquirido una serie de conocimientos para obtener el título que lo acredita y lo que es peor, alentados por muchos de sus padres y de buena parte de sus profesores, más preocupados en minar la imagen de un gobierno al que consideran enemigo que en la educación de sus hijos o sus pupilos. Lo de que haya determinados partidos que defendieran la protesta ya es algo que no sorprende a nadie. A fin de cuentas hay cierta ideología que ha venido demostrando en las últimas décadas que cuanto más idiotizada se halle la población, mejor para sus intereses.
Frente al empecinamiento en adentrarse en esta senda suicida en la que camina la sociedad hacia el abismo de su propia realidad, no deja de sorprender, cuando se sopesa fríamente a pesar de que el universo cofrade viva días como el de este domingo con absoluta normalidad, que una imagen devocional, desprovista de esa parafernalia que muchos defienden como lo único capaz de arrastrar a las masas de presuntos frikofrades, sea capaz de congregar en su orilla a cerca de un cuarto de millón de seres humanos, parte de ellos venidos de cientos de kilómetros de distancia. El Gran Poder no lleva música, ni coreografías, ni sus cuadrillas costaleras realizan exceso alguno de cara al deleite del espectador. Frente al Señor sólo cabe la contemplación de su grandeza infinita, de la inabarcable profundidad de su esencia, de la indiscutible rotundidad de su misericordia… sin aditivos, sin añadidos, sin nada que distraiga ni un instante de la verdad insustituible que emana de su unción sagrada y que se materializa en una vinculación eterna con el pueblo que de ella se alimenta, que resiste al devenir del tiempo y que se trasmite de generación en generación.
A su paso retumbó el silencio. Un silencio mucho más profundo que el mero silencio físico. Un silencio crepuscular, espejo de nuestra propia idiosincrasia, un silencio erigido como frontera pretendidamente inexpugnable entre lo soñado y lo vivido, entre lo prometido y lo recibido, entre la ansiedad de poder mirar a los ojos al Rey del universo y la constatación de que Él estaba allí solamente por nosotros, por todos y cada uno de nosotros, convirtiendo lo que era un conglomerado de presencias, hasta que se evidenció su Presencia, en un único espíritu colectivo. Sólo el Gran Poder es capaz de democratizar a la multitud con el rachear de su sabiduría, sólo el Gran Poder es capaz de convertir cada rincón de Sevilla en un pedacito de paraíso, sólo el Gran Poder es capaz de detener el tiempo y lograr que el mundo entero contenga la respiración. El domingo, la historia grabó con letras de oro otro más de los capítulos que explican la indisoluble relación entre El Señor y Sevilla, entre Sevilla y El Señor. Una relación imposible de explicar pero que todos los afortunados que lo vivimos comprendimos como una indubitable realidad. Bajo el nítido sol de una irrepetible mañana de otoño, Dios derramó nuevamente su gloria por Sevilla y Sevilla, el más afortunado vergel del edén de lo creado, se convirtió una vez más en el mismísimo Cielo, por Obra y Gracia del Gran Poder.
Guillermo Rodríguez