Se nos llena la boca con una asombrosa facilidad para los tiempos que corren con la palabra democracia, presuponiendo que la totalidad de nuestros conciudadanos asumen sus planteamientos y postulados, mientras la tozudez de los hechos se empeñan en demostrarnos que, lejos de esta asunción maximalista, muchas de las personas que nos rodean no creen en la democracia. Durante décadas ha ocurrido en el País Vasco en el que buena parte de la población defendía y defiende los postulados totalitarios de una banda asesina y en los últimos años en el conjunto de España, donde detrás de una fingida fachada de transversalidad, se esconde un partido político profundamente antidemócrata, que se ha convertido nada menos que en la tercera fuerza política del país. O en la vecina Francia, donde el Frente Nacional es, hoy por hoy, la primera fuerza política en intención de voto y donde solamente la presunta generosidad de los votantes de todos los partidos que queden excluidos de la segunda vuelta podrá impedir que Marine Le Pen se convierta en la primera mujer, ¡qué ironía!, en acceder a la Presidencia de la República.
La influencia de la ausencia de concepción democrática de determinado porcentaje de población no sólo llega a la alta política sino también a la de andar por casa. Les voy a poner una historia a modo de ejemplo. Viví durante unos años en un bloque de pisos situado en el entorno del Realejo. Uno de esos pequeños con pocos vecinos. En concreto éramos seis. Un día, el administrador del edificio nos convocó a una reunión y nos explicó que una nueva normativa de la Junta de Andalucía, nos obligaba a realizar ciertas obras comunitarias para adaptar el edificio a las nuevas exigencias de movilidad que emanaban de la norma. La verdad es que la imposición, más allá de la derrama derivada –a nadie le gusta poner dinero- fue bien acogida por la mayor parte de los vecinos, no todos, hubo quien dijo que no necesitaba nada de aquello a lo que la Junta obligaba, sin importarle lo más mínimo que reportase un beneficio común por el evidente incremento del valor de los inmuebles, e individualizado para algunos de los vecinos. Nada que extrañe a esta alturas, son las cosas del egoísmo.
La cuestión es que el planteamiento era diáfano, había que llegar a un acuerdo en cómo repartir el gasto en el que había que incurrir y en la modalidad de pago, y había que concretarlo sí o sí, acometer las obras era de obligado cumplimiento so pena de asumir una importante multa. Además el acuerdo debía materializarse de manera inmediata, porque la normativa exigía el cumplimiento de unos plazos, por lo que la adopción de una posición común no podía dilatarse sine die. En las dos primeras todo fueron discusiones. Cada uno defendía de forma legítima sus propios intereses, pero al final de la segunda reunión se logró alcanzar un principio de acuerdo que no se cerró puesto que se concedieron unos días para pensarlo detenidamente, consultarlo con quien cada cual debiera consultarlo y en la tercera y, en principio última reunión, se culminase un acuerdo que era preciso alcanzar ya, puesto que los tiempos apremiaban.
Cuando los seis vecinos llegamos a la reunión, la sorpresa de cinco de nosotros fue mayúscula al comprobar cómo el sexto consideró el preacuerdo que tantas discusiones había provocado, poco más que papel mojado, volviendo a exigir, más que a plantear, las mismas cuestiones ya desechadas en reuniones precedentes. La cuestión era muy simple, cinco estábamos de acuerdo y uno en desacuerdo y además con una actitud de imposición, aderezada de un profundo victimismo, más o menos justificado, que convertían la unanimidad en una utopía. En ese momento los cinco vecinos que habíamos cerrado un acuerdo creímos que la democracia prevalecería. Cinco frente a uno, el juego de las mayorías. Sin embargo, el administrador de la comunidad sorprendió a propios y extraños. En una incomprensible defensa de la unanimidad como única forma posible de alcanzar un acuerdo satisfactorio, dio por concluida la reunión convocándonos a la reflexión y a una última reunión en la que in extremis debíamos adoptar una posición definitiva. Los cinco vecinos teníamos claro que nuestro acuerdo era inamovible y que de las dos variantes que se le habían ofrecido al sexto, debía optar por una. Sin embargo cuando llegó el día de la reunión definitiva, una nueva sorpresa volvió a escandalizarnos a cinco de los vecinos.
Resulta que el sexto vecino envió un escrito al administrador en el que ponía de manifiesto sus planteamientos y, sin moverse ni un ápice de su posición de partida, imponía sus criterios sí o sí, obviando la posición mayoritaria de sus cinco vecinos y desechando cualquier respeto democrático a ese juego de mayorías del que les hablaba. ¿Saben cuál fue la postura del administrador? ¿Indicar al sexto que la decisión se adoptaba por mayoría y que debía asumir lo que la mayoría había determinado, visto que la unanimidad era imposible? Pues no. Desconvocar la reunión e informar que, basándose en la delegación en la toma de decisiones que, en virtud de la normativa interna de la comunidad le asistía para casos como éste, sería él quien tomaría una decisión. No la mayoría de cinco frente a uno, sino él. Cualquier demócrata hubiese esgrimido que cinco sobre seis representaba una victoria de más del 80% y que por tanto no había nada más que negociar ni que decidir, pero no, resulta que el administrador entendió que un solo vecino podía impedir la toma de decisión y demorar que cada cual pudiese concretar su propio itinerario y sus propios tiempos en pos de asumir la carga derivada del acuerdo alcanzado.
¿Qué ocurrió al final?. Lo de menos es lo que acabó sucediendo, si se terminó adoptando la posición de la mayoría o ésta se vio modificada para contentar al único díscolo. Lo importante es que hay quienes no creen en la democracia y piensan que pueden imponer su criterio individual a los demás, les guste o no con la anuencia de quienes son incapaces de dar un puñetazo en la mesa y decir en voz alta que hasta aquí hemos llegado y que vivimos en una comunidad que se rige por planteamientos democráticos y a quien eso no le guste, que se mude a otro sitio, y con la complicidad de administradores como aquél que no nos reunió a todos para decirle a quien quería imponer a toda costa su criterio frente a la mayoría, que la decisión estaba tomada, que la mayoría había decidido. Ni que decir tiene que aquello supuso un precedente que impidió acuerdos a partir de entonces, porque todos entendimos que podíamos vetar cualquier decisión, lo que terminó convirtiendo la convivencia en irrespirable y la comunidad en imposible de gestionar. Afortunadamente ya no vivo allí. Vivo en un lugar donde desde el primer momento dejaron claro y meridiano que se vivía en democracia y que si una decisión no podía ser adoptada por unanimidad, se hacía por mayoría y santas pascuas.
Reconociendo la parte de responsabilidad en todo aquél desaguisado que nos corresponde a cada cual, tal vez los cinco vecinos cometimos el error de no poner de patitas en la calle al administrador y haber impuesto la posición de la inmensa mayoría y ser capaz de decirle al sexto “mire usted hay un acuerdo de la inmensa mayoría que no se va a tocar; ustedes qué optan, ¿por la opción a o por la b?”, y punto pelota, pero a toro pasado es más fácil darse cuenta de esos detalles. ¿Cómo dicen? ¿Que por qué Sonia hoy no les ha hablado de cofradías? ¿Están absolutamente seguros de eso?...
Sonia Moreno