El cielo de mi infancia era distinto al de ahora. Era más azul e
intenso... Y aquella mañana, diferente a todas las demás. En aquel tiempo no
había misa de nazarenos sin túnicas ni olor a incienso y todo era mucho más íntimo. Era una
mañana de extraña quietud, de reunión familiar, de terminar de preparar los
últimos detalles de todo. La túnica blanca, inmaculada, perfecta, colgada de una
percha en un lugar preferente del cuarto. Y mi madre de aquí
para allá acabándolo todo al mismo tiempo. Luego llegaba la hora del descanso
antes de la multitud... era inútil, ¿quién podía conciliar el sueño en aquellos
momentos?. Lentamente las manecillas del reloj nos iban aproximando a la hora
de la Gloria. Y poníamos rumbo a la Tierra Prometida. Las calles de la
ciudad se iban tiñendo poco a poco de túnicas blancas. Para cuando llegábamos
a Colón, una auténtica marea de Paz y Esperanza se dirigía al altar de piedra al que reza toda
Córdoba entre los ocho faroles de nuestra idiosincrasia… callada y
silenciosamente.
Recogíamos nuestras túnicas en el armario de la secretaría de
la Casa Hermandad, -entonces aún la sentíamos nuestra Casa-. Éramos de los que
no vestían túnica hasta el último instante. Había mucho por hacer todavía.
Accedíamos al Convento y gozábamos de una imagen maravillosa, lamentablemente
irrepetible. La Iglesia era un océano de blanca pureza guardando un silencio
diferente que destilaba ansiedad e ilusión. Entonces empezaba la misa… y Fray
Ricardo… cómo echamos de menos aquellos momentos en los que la oración y el
recogimiento se desarrollaba mientras mirábamos el reloj cada cinco minutos
pensando que Ricardo nunca terminaría la Liturgia. Durante la comunión empezaba
a escucharse la banda en pasacalles cuajando de alegría la plaza, que era ya un
bullir de expectación. Era el instante de la acción de gracias y del recuerdo de
todos aquellos que se habían marchado para vestir su túnica desde el Cielo. Sin darnos cuenta, Capuchinos se abría de par en par y toda Córdoba recogía entre sus
brazos el blanco cortejo que empezaba a inundar de Paz las calles de la ciudad.
Desde ese instante, las horas parecían volar y escaparse de entre nuestros dedos
y en un abrir y cerrar de ojos, habíamos atravesado la angostura de Osario y entrado
en los jardines de Colón… La Gloria misma entre las flores de la primavera… y
el Cielo ante nuestra mirada.
Y en un par de instantes más, el Señor regresaba a
su hogar, y buscábamos con ansiedad la cara de Ella, la que estuvo en nuestros sueños toda la noche. Frente a sus ojos respirábamos las últimas chicotás hasta que
volvía a posarse en su nido. Y así… otro Miércoles Santo terminaba y se hacía
un hueco en el tesoro de nuestros recuerdos. Luego venían los abrazos, las
sonrisas, la satisfacción… y el regreso a casa, donde rebuscábamos con fruición
las imágenes grabadas… como queriendo que nunca acabara aquella maravillosa
jornada… y el sueño, que nos vencía después de mucho intentarlo cerca del
alba del Jueves Santo.
Este es el legado que mis padres me enseñaron y el que quiero regalar a
mi hijo. Sin títulos ni honores, sin pronombres ni bancas reservadas. Aprender
a ser uno más en tu orilla de devociones, un nazareno de la Paz, ni más ni
menos… y sentirme cerca de Vosotros alimentando mi alma con el maná de vuestra
mirada y la gloria de vuestro aroma.
Aunque pasen los siglos,
si la Virgen lo manda,
siempre habrá en Capuchinos
sed de Paz y Esperanza.