Muchas veces he escrito sobre la magia que encierra todo lo relativo a la
Semana Santa. Hoy me gustaría escribir sobre una de las tantas vivencias que he
podido experimentar en cuaresma en torno a mi Hermandad. Magia.
Fue el Viernes de Dolores, ambos titulares estaban listos para
trasladarse a la casa hermandad desde donde justo una semana después cumplirían
los sueños de tantos y tantos cofrades “verdes” se harían tras cuatro años
realidad. Pero ese es otro tema. Antes del traslado tendría lugar el Vía-Crucis
del Santísimo Cristo del Amor por las calles del barrio.
Como siempre, me llevé la cámara para hacer fotografías, alguna de las
cuales pueden contemplar en este blog. Pero ya cuando el Vía-Crucis enfilaba
las últimas calles hasta la Parroquia de San Bernardo, uno de los capataces que
guiaban los pasos del Señor, al que he de agradecerle de por vida el gesto, me dijo
que soltara la cámara, que era mi turno de cargar. Muchísimas gracias de todo
corazón, a él y a todos los que me acogieron como uno más. Ellos saben quiénes
son.
Tan desconcertado como nervioso, le dejé la cámara a un buen amigo y me
puse en la posición del pie de la cruz. Sentí caer todo el peso del madero
sobre mi hombro, pero… Bendito peso.
Ahora entiendo la locura de los del “mundo de abajo”, llámense
costaleros, cargadores, hombres de trono… como sea. Como les digo, caían
bastantes kilos sobre mí, pero pesar, lo que es pesar, pesaba como una ligera
pluma. Quizá fueron cinco minutos, tal vez quince, pero se me pasaron muy
rápido esos minutos. El orgullo de ser portador del Dios del Amor es algo que
verdaderamente hace perder la noción del tiempo.
Tras haber pasado mi turno, salí de debajo de la cruz lleno de emoción,
ilusión y orgullo por haber llevado al Señor. Recibí muchos abrazos de muchos
integrantes de la familia del Cristo del Amor: sus costaleros, contraguías,
capataces… Fue algo indescriptible el sentirme uno más de esa familia.
Principalmente tuve la sensación de que no sería la última vez que
llevara al Dios del Amor sobre mí, Tú ya me entiendes, Señor, ¿no?
Bendita locura…
José Barea
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