Será porque todos los peregrinos llegan del norte, cuando el
sur infinito se abre al mundo en Pentecostés. Y los días que contaron hacia
atrás llegan a su cuenta más inmediata, más lenta, en los minutos previos en
que la ermita parece temblar entre el rumor ovalado de nuestras miradas. Será
que la marisma lo sabe y espera tensa el momento ansiado.
Una crónica no puede aspirar a narrar. Quizá, a describir
los instantes que fueron y que, pasada la mañana, ya pertenecen a la cuenta de
un pasado lejano que recordar para siempre. Y, entonces, te pierdes en los ojos
que te acecharon en mitad de la noche, al amanecer… que se posaron sobre ti o
sobre otra piel más afortunada. Sin embargo, ya todo es pasado. Y, de vuelta
del camino, ya solo nos queda el recuerdo de la noche, del amanecer, de la juventud que se vuelve a nuestras manos cuando tiemblan al verla.
Y la llamas Rocío. Y la miras sin voz. Y escribes una crónica que no es una crónica, sino una oración.
Una oración anónima entre la multitud que te grita, te clama y te canta. Una oración que roza lo inteligible ante la Madre de Dios que viene hacia a ti cuando no te lo esperas. Una oración que se adormece y estalla al amanecer, a medio día, cuando sabes que todo se está acabando.
Pero todo empieza, Rocío. Una vez más, como una oportunidad renovada para disfrutar del camino que nos aleja y nos devuelve a ti. Ahí se unen nuestras esperanzas y la certeza de que nos has hecho mejores. Y, ahí, Rocío, madre nuestra, no hace falta nada más que un guiño, que un beso del amor más puro que se entrega, justo antes de la despedida.
Redacción