Blas Jesús Muñoz. Sucedió hace mucho tiempo. Fue una tarde de Miércoles cuando estaba a punto de cumplirse la vigilia tanto tiempo rezada. Esa tarde regresaba mi padre del trabajo en otra ciudad e íbamos, al fin, a ver procesiones juntos. Era tan pequeño que, probablemente, vivíamos aun solo los tres.
Algo sucedió y salimos mi madre y yo, sin esperar a mi padre. Quería ver alguna procesión a toda costa y la impaciencia infantil creció hasta convertirse en agobio. En el autobús olía a madera y el trayecto, en aquellos años, se hacía eterno. Nos bajamos un rato antes de llegar a nuestro destino y caminamos entre una multitud de gente, creciente a cada paso. A lo lejos, la música prometía el oasis soñado, pero a esas alturas era imposible avanzar un paso más.
La desesperación fue creciendo hasta que, de la mano de mi madre, otra tras de mí me apretó el hombro. Era mi padre, aun vestido con la ropa de su faena. Recuerdo aquella sonrisa y como me subió a hombros y avanzamos decididos. Desde mi atalaya improvisada de abriles sin estrenar no me fijé en si sonreía. Los ojos buscaban algo, cuando un golpe de tambor me dirigió la mirada como un autómata. Ella estaba allí, esperándome, como el canto antiguo de quienes no tienen nada y lo poseen todo porque Ella los acompaña. Creí adivinarle una sonrisa. Aquel día supe la primera vez, quién era la Paloma de Capuchinos.
Recordatorio Entre la ciudad y el Incienso: Devociones personales