Dijo un famoso orador romano que no saber lo que ha sucedido antes de nosotros es como ser incesantemente niños pero, como suele ocurrir, la historia se queda relegada a ocupar el fondo de ese cajón que es nuestro interés y que muy de vez en cuando abrimos, sentenciándola a ir tomando ese color amarillento y ajado que adquieren los volúmenes viejos. Pues, hace ya algún tiempo que, hablando de esos temas que sólo surgen contadas veces, me dijo cierto conocido que la semana santa cordobesa se asemeja a un gigante con pies de barro. Esa frase, tan corta como extensa en significado, se me quedó enclavada en la cabeza, hasta tal punto que me acosté aquel día pensando en ella.
Un gigante con pies de barro... No le faltaba razón, pues hay veces que, como ocurre con los portentosos altares de cultos que aún se erigen en esta ciudad, tras la escalonada y estudiada candelería, esas telas engalonadas, y esa aparente solidez, sólo se esconde un entramado de útiles de lo más diverso, que conforman una más que frágil estructura. Nuestra semana santa por tanto se asemeja mucho a esos altares, ya que tras todo ese barroquismo externo, aparece una realidad bien distinta, y es esa que todos conocemos, la de una semana santa fruto del sentimiento de unos pocos, una semana santa conformada en su mayoría por hermandades compuestas por hermanos que, en contadas ocasiones, se pueden llamar hermanos, relegándolos a ser simples fichas numeradas guardadas en un archivador.
¿Se puede sostener una semana santa en la que no hay hermanos con sentimiento cofrade? Aclaro, cuando hago uso de la palabra cofrade no me refiero al costalero, al miembro de junta o al entendido de semana santa; me refiero a la persona que se sacrifica por sus creencias, primero por Dios, cumbre y única razón que debe ser de nuestra semana santa, y segundo por su Hermandad. Ese sacrificio es del que carece esta ciudad. Tenemos, como diríamos vulgarmente, una semana santa cogida con alfileres.
Pero, ¿cuánto tiempo va a aguantar esta estructura que hemos creado?, cierto es que los avatares de la historia no han tratado dignamente a nuestra semana grande, y los prelados que nos gobernaron antaño no hicieron, quizás, mucho por arreglar ese desolador panorama que nos dejó Pedro Antonio de Trevilla allá por el diecinueve. Por ello, en mi opinión, la semana santa cordobesa, para su joven y corta vida, está, vuelvo a decir, a mi parecer, yendo muy aprisa, obviando conceptos, que sí, son realmente importantes para las hermandades, con el objetivo de alcanzar las semanas santas de las capitales aledañas. Conceptos como inculcar a los hermanos un sentimiento de pertenencia a éstas, darles unas catequesis de iniciación y posteriormente, continuarlas con una dirección espiritual. No podemos relegar a los hermanos, y especialmente a los hermanos penitentes, al último plano de una hermandad. No son simples números de los que se percibe una cuota, son el alma viva de las cofradías, son los que hacen dignos los cortejos, y la culpa de que sean en su mayoría seres anónimos es nuestra, nuestra, por la dejadez tan ingrata que nos caracteriza a la hora de esforzarnos por un bien común, por pensar que ser hermano se reduce a asistir el día de la salida acompañando a nuestros titulares en el cortejo. Eso, lo digo ya y con semblante serio, eso no es ser hermano, ser hermano, implica ofrecimiento. No esperar a que vengan a nosotros a pedir nuestra ayuda, sino darla antes de que se haga necesaria, acompañar a nuestros titulares a ese esfuerzo, la mayoría de veces incumplido, en que hemos convertido los cultos y dar unos minutos de nuestras vidas en conocer y darse a conocer a los hermanos. Eso es para mí ser hermano, sentirse miembro activo y útil de esa agrupación afín de fieles que llamamos Hermandad.
Por ello, no corramos por alcanzar lo que no podemos alcanzar por juventud, que es la experiencia, no demos más importancia a terminar los enseres de nuestros cortejos o concluir nuestros pasos, que a afianzar el espíritu de confraternidad que debe tener una hermandad. No corramos, pues, caballeros, que las prisas no son buenas.
Antonio Maya Velázquez