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sábado, 2 de enero de 2016

Candelabro de cola: La maté porque era mía


Fue una historia de amor peculiar. Él era un joven entusiasta que veía pasar la vida con su carácter despreocupado: apuesto, de buena planta y mejores maneras, exquisito siempre en el trato con los demás. Ella, por su parte, conjugaba la elegancia de la madurez con las ganas de vivir de una adolescente que es consciente de su despampanante belleza. Cuando él la conoció la llama del amor prendió enseguida. Él se propuso conquistarla desde el principio y ella toleró su paulatino acercamiento durante meses y meses que llegaron a ser incluso años. Finalmente ella dejó todo a cuanto se había entregado hasta entonces en su vida y se fue con él.

Al principio el romance entre los dos resultó idílico. La buena predisposición por parte de él a trabajar mucho y a darle el trato meticuloso y los mimos que ella constantemente requería les llevaba a aparecer en público siempre como una pareja perfecta. No obstante el paso de los años nunca fue en balde para nadie y tampoco lo iba a ser para ella, aunque su belleza en ningún momento resultó menguada. Más bien al contrario: muchos seguían siendo sus pretendientes. Él, por su parte, no fue capaz de identificar concretamente cuándo fue el momento en que dejó de sentirse atraído por sus infinitos encantos, pero sí logró identificar la causa: la constante exigencia y permanente dedicación acabaron por poner de relieve su inconstancia y su cansancio. Pudo abandonarla y dejarla seguir libremente su camino, así como él pensaba seguir el suyo libre de toda carga, pero había algo en su interior que le impedía hacerlo. Ella fue consciente de que, en los últimos tiempos, las cosas había cambiado. Mucho, quizá demasiado. A diario podía comprobar que ya los ojos de él no se iluminaban cuando iba a verla tal y como lo hacían al principio y, acertadamente, se temió un pronto abandono. 

Una cálida noche estival él le presentó a un antiguo amigo de la infancia, alguien que él pensó podría sustituirle en su labor de amante y compañero. Ella, consciente de que ya todo estaba muerto en su historia de amor, decidió marchar con el pretendiente que él le ofrecía.

Transcurrieron días, semanas y meses, uno tras otro. Él, ya libre de todas sus ataduras, no terminaba de encontrar la felicidad lejos de los brazos de ella. Vagaba dando tumbos de un lugar a otro, sin terminar de asentarse en ningún lado. Para su estupefacción, un día, en la barra de un bar que solía frecuentar, escuchó en medio de una conversación ajena los grandes planes que el amigo a quien entregó a su gran amor tenía para ella. Totalmente encolerizado, empezó a airear los trapos sucios de ambos a todo aquel que quería escucharle. Arruinó por completo la buena reputación de la que ella gozaba en todos los ambientes. En una ciudad tan pequeña era lógico pensar que pronto todo acabaría por llegar a oídos de ella. Y así fue. Un día ella reunió fuerzas para pedirle explicaciones por todos los daños que en los últimos tiempos él le infligía. Y él, asestándole el golpe definitivo, atravesó su corazón mientras le decía: te mato porque eres mía y, si no soy yo quien te hace cada día más hermosa, si no soy yo quien a cada instante cuida de ti, nadie lo hará, nadie.

Este relato no trata, evidentemente, de la historia de amor de dos humanos.





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