Blas Jesús Muñoz. Es un ritual pretérito, que no arcaico, el que lleva al costalero a caminar por las sombras de las noches de invierno, entre el frío, la ilusión y la escarcha de los músculos que se tensa para reavivar los mecanismos concentrados del oficio para el que fue llamado, antes incluso de que llegará a comprenderlo.
Un sentimiento atávico que, tras la igualá, lo lleva a caminar por locales de ensayo y calles semivacías donde el destino parece sumamente lejano, aunque se halle realmente cerca el día en que el incienso, la luz y la música se abraces a la ciudad, a través de la imagen que portan y que es la enseña de una piedad que camina más allá de la mera tradición.
El costalero tiene su particular "biblia" cada Cuaresma, cuando el día de la igualá se le entrega un papel donde aparece el calendario de ensayos. Son los pasajes que prologan a la tarjeta de trabajo que le será entregada instantes antes de la estación de penitencia. Y, en ellos, una estampa del pasado se convierte en el faro que guía las noches que dictan la cuenta atrás.
Puede ser la silueta estoica, impactante del Señor del Perdon; o la luz que irrumpe en diagonal por el palio de María Santísima del Rocío y Lágrimas. Puede que los ensayos de la Hermandad comiencen el 11 de febrero, mientras -a quince días del Miércoles Santo-, el octavo día de marzo la cuenta definitiva anuncie el momento esperado. El costalero tomará su camino, rezará su letanía y mirará al cielo a sabiendas de lo sagrado de su oficio atávico.