Blas J. Muñoz. Hay nombres, rostros y tonos de voz que marcan una vida. Uno de los que marcó la mía ha sido Johan Cruyff. Lo escribo en presente porque me es casi imposible asumir la muerte de uno de mis grandes ídolos, alguien en quien, desde mi infinita distancia, siempre me he fijado para intentar hacer las cosas de otra manera e intentar tener su claridad, aunque eso es algo natural que compete a la inteligencia. Así que ya saben que no les hablo de fútbol.
Ni de Laudrup ni Romario con aquella obra de arte en el Sadar, sino del que estaba en el banquillo y antes en el césped y cambió el mundo del deporte del pié por dos veces. En una disciplina donde todo se suponía inventado, Cruyff demostró en los setenta y en los noventa que no era así, que hay otras vías para alcanzar la excelencia. Fue capaz, sin lenguaje callejero, de dominar los tiempos y al entorno para focalizar la atención donde quiso y también lo fue de enfrentarse a lo establecido, aunque fuera directamente contra quien le pagaba el sueldo.
Al menos de él aprendí, o quise hacerlo, que lo establecido es lo que te dicen para que te calles, te conformes y seas un borrego más de los que tanto convienen al resto del rebaño. Precisamente, por eso él destacó y sus conceptos serían perfectamente aplicables a las cofradías y a su forma de plantarse al exterior en determinados aspectos. Desde su retiro planteó una fundación que defendía valores que van desde el deporte hacia mucho más allá. Y eso mismo hacemos cada uno aquí y en la medida de nuestras posibilidades.
No dejo de recordar sus afirmaciones sobre el entorno. Qué grande y como me recuerda a tantas situaciones de estos últimos dos años. Lástima que Johan Cruyff haya habido solo uno, como los grandes se fue sin copa del mundo, pero sí nos ha dejado valiosas lecciones en todos los sentidos. Hasta la vista, maestro.