Blas J. Muñoz. La noche del viernes fue algo más que intensa. Córdoba habló a través de sus cofradías para dejar constancia de cómo y gracias a qué respira y, no lo duden jamás, se debe a su historia. La misma que deja su estrato en la piel del Cristo de las Penas. Y es que el Crucificado de Santiago no es cualquier Imagen. Es su silueta abrazando la calle del Poyo, guiado por Javier Romero; es la tarde del Domingo de Ramos con la mirada atónita y la alegría de los sueños cumplidos, de las promesas concedidas; es la devoción exultante del siglo XIX que demuestra a quienes no lo saben que esto es serio y con ello no se juega.
La cuadrilla del Señor de las Penas, tampoco es una cuadrilla cualquiera. Costaleros aguerridos, con una capacidad de sacrificio que tanto recuerda el aforismo "de mármol a mármol". Costaleros de los que se dejan la piel, más allá de las modas, porque son el alma de su hermandad. Ver al Cristo de las Penas subir por Espartería hiela la sangre de los días que fueron y cumple uno de los recuerdos imborrables de mis Domingos de Ramos.
Como también será imperturbable el recuerdo del Vía Crucis que este viernes ha conmemorando los templos que lo acogieron, tras el incendio de Santiago. Socorro, San Pedro o Puerta Nueva han visto como su Cristo ha ido a visitarlos, entre una multitud que demuestra, una vez más, aquéllo que define al alma de Córdoba.
Y, como les decía, en Santiago sus costaleros no dudan, no fallan, no se esconden. Y todos estaban allí, portando a Dios, no sé si el Moreno, pero sí ha quedado patente que, más allá de los nombres, ellos cumplen con algo más que un compromiso. Es una forma de entender la vida. Es Córdoba y su Cristo de las Penas.
Fotos Jesús Caparrós