Blas J. Muñoz. Durante estos últimos dos meses he escuchado bastante la cita de la mujer bonita y el hombre cobarde, pero no por ello deja de ser cierta. Como tampoco que la Mujer bonita, en este caso la Virgen de la Caridad, hiere hasta al más valiente. Tal vez, por ello fue que escogiera un rincón de la Plaza de San Andrés (evocando pretendidamente la soledad primera de Capuchinos o aquella perseguida de Los Manríquez).
Alguien me enviaba en ese instante una Foto de uno de los zancos ("este es tu sitio" -rezaba el pie de foto) y, como si todos esos años pasaran ante mí, recordé Chirinos o la Manzanara, el Bailio o San Zoilo, Enrique Redel o el romero a la altura de Deportes Márquez. Una vieja bambalina y marchas que ahora convendríamos impensables.
La transformación de su Arca en un elegante palio de cajón, vivida en primera persona, o aquella tercera o cuarta que se hallaba en el Patio de los Naranjos, también la primera vez. Casi todo y casi nada, en la primera de todas no estuve. Sin embargo, una vez traspasado el arco del templo fernandino, remozado por el Obispo Siuri, Ella estaba allí tan sola, tan lejos y tan cerca. Y recordé aquella carta que le escribí a Ella, a Marcos y a mi mismo.
Y entonces sonó La Madrugá. Fue la primera marcha, a petición de Miguel Ángel González, que se le tocó a la Virgen en su primera salida en busca de la ciudad. Y el momento se convirtió en un rito de dos, donde nadie más tiene cabida. La cera no la alumbrará, sino que era Ella la que encendía el palio, la noche y la Semana Santa. Todo cuanto la rodeaba estaba de más y eso bien lo saben quienes la ven con el corazón abierto y se dejan llevar por esa verdad escondida que aflora en ese momento, dejando una herida en el alma.
Salió la Mujer bonita y el hombre cobarde la vio irse, dejando un poso más en el surco emocional que deja su manto. Y, en mitad de la noche, una fotografía regreso. Ya no había zanco, sólo su mirada para dar la bienvenida al Miércoles Santo.
Recordatorio La Crónica: La luz de Jesús Nazareno