Blas J. Muñoz. Al principio es una bajada. La sensación es angustiosa entre salas selladas, casi al vacío, y la angostura propia de un recinto acotado. Los primeros restos aparecen ante las pupilas dilatadas por la sorpresa. Una tumba muestra las oquedades destinadas a las libaciones, cuando los romanos brindaban con vino por sus difuntos. En ese momento recordé a tantos poetas en una suerte de asombro y gratitud por estar allí, sin saber aún cuánto me aguardaba.
La sensación claustrofóbica iba desapareciendo. En los relieves de los túmulos funerarios Silvia, la guía, nos explicaba con precisión, cómo, entre Apolo y otros elementos simbólicos de la mitología, la rama de olivo –por ejemplo- se inscrustaba en la escena con el disimulo necesario de los primeros cristianos que, a la vez, tenían que convivir con la religión oficial del estado ¿Les suena? Indaguen sobre laicismo y aconfesionalidad.
Un estatus prohibido que, a la hora de la muerte, tenía que relucir como fuese en ese último camino hacia el Padre y que en el scavi ascendía hasta toparse de bruces con los cimientos del imponente baldaquino de Bernini. Las raíces mismas del Vaticano. En ese momento, Silvia nos indicó, tras todo lujo de explicaciones bastante más científicas de lo que cualquiera puede imaginar en esos apriorismos caducos que nos persiguen, dónde usualmente los visitantes confundían la tumba de San Pedro. Poco más tarde, nos indicó el lugar exacto y un escalofrío, como nunca antes había sentido, sacudió mis sentidos.
Anoche, a la hora en punto que marca ese tránsito invisible de los días en su alegoría perfecta de la vida, las nuevas tecnologías –para mí, que viví las viejas, siempre lo serán- me permitieron ver y escuchar la Lágrimas de San Pedro. El toque de Clarines del Sol me condujo a una Sevilla nueva para mí, que llora con el Sol como el mismo San Pedro, y me devolvió a aquella Roma que me enseñó sus motivos y los míos, en mitad del origen mismo de la Iglesia.