Esther Mª Ojeda. Es sin duda una arraigada tradición la que hace que la Córdoba cofrade identifique la representativa Parroquia de San Lorenzo como el punto de partida de nuestra Semana Santa en la mañana del Domingo de Ramos, dando lugar a una sucesión de intensísimas jornadas que cada año toca a su fin en otro barrio de incuestionable solera: el de Santa Marina.
El Domingo de Resurrección viene acompañado de ese sabor agridulce con el que la comunidad cofrade se despide de su Semana Mayor hasta el año siguiente. Sentimiento sin duda mitigado ante el firme caminar de Nuestro Señor Resucitado y la presencia de la Virgen de la Alegría, siempre iluminada por el sol que atraviesa su característico palio de malla.
La historia de la Hermandad del Resucitado puede presumir de ser una de las más antiguas de la ciudad ya que, tal y como demuestran algunas fuentes documentales, sus orígenes pueden remontarse hasta finales del siglo XVI, concretamente al 15 de junio de 1585, fecha de la constitución de la cofradía. Desde sus comienzos y al igual que muchas otras, la corporación ha vivido épocas de verdadero esplendor – llegando a contar con más de 300 miembros en torno al año 1821 y recorriendo las calles de su barrio con un suelo repleto de romero, acompañamiento musical y hasta 16 concejales con escolta de la guardia municipal – y otras de decadencia que condujeron a su desaparición en el siglo XIX.
Sin embargo, durante el siglo XVIII era frecuente la práctica mediante la que los titulares de la cofradía, el Señor Resucitado y la Virgen de la Consolación, quedaban ocultos en distintos lugares de Santa Marina en la Ceremonia de los Sábados de Gloria. Un acto que hacía de antesala para que al cantar el Gloria, las imágenes fuesen conducidas hasta la nave central, punto en el que ambas se encontraban nuevamente con el acompañamiento de las campanas y la música. Esta celebración se convertía en un atractivo anual, foco de devoción para todo el pueblo de la ciudad califal hasta un punto tal, que el obispo Alburquerque se vio obligado a prohibirla alrededor del año 1870.
Por aquel entonces, la cofradía pasó a ser conocida como “la de los piconeros”, ya que sus filas se nutrían de un buen número de estos. Además, mantenía una estrecha relación con la cercana Hermandad de Jesús Caído, cuyos titulares eran acompañados por los miembros de la corporación de Santa Marina en la procesión del Santo Entierro que tenía lugar en Córdoba durante la década de los cincuenta del siglo XIX.
No obstante, la cofradía habría de interrumpir su historia en el siglo XX, esta consigue reorganizarse en junio de 1927 con el inestimable impulso del Marqués de Villaseca. Un resurgimiento que quedaría sellado con la redacción de los nuevos estatutos en el mismo año y la posterior aprobación del entonces Obispo de la ciudad, ya en mayo de 1931.
Así y todo, la vida de la hermandad volvió a sufrir una nueva desaparición hasta que en la década de los 40 vuelve a constituirse gracias a dos miembros de la Hermandad del Caído: Antonio Hidalgo Carmona y Hermenegildo Friaza Otero. Una década después y tras la incorporación de la cofradía al itinerario común acordado por el resto de hermandades, llegaba a Santa Marina la nueva titular que vendría a reemplazar a la primitiva Virgen de la Alegría, la cual ya había sufrido algún percance de considerable gravedad durante la estación de penitencia.
Realizada en 1951 por el insigne e inolvidable imaginero cordobés, Juan Martínez Cerrillo, la Hermandad del Resucitado comenzaba un período de renovación con la nueva talla de María Santísima Reina de Nuestra Alegría, cumpliendo con los cánones del artista y su gusto por las imágenes de rostro pequeño y delicados y aniñados rasgos. Como es natural, desde entonces la dulce Virgen de la Alegría ha debido someterse a varios períodos de restauración. Propósito para el que la cofradía recurrió en primera instancia a su autor y más tarde a Juan Manuel Miñarro y Antonio Bernal, en 1993 y 1998 respectivamente.
Desde la llegada de la Virgen de la Alegría hasta la del actual Señor Resucitado debieron transcurrir tres décadas. Así, la majestuosa efigie del titular se hizo esperar hasta 1988, fecha en la que Miñarro realizaba la imagen que más tarde fue donada por Matilde Fernández Cantero – Camarera Mayor Honoraria de la Virgen – y llegaba a la ciudad califal el 14 de mayo para pasar a sustituir a la anterior, de inferiores dimensiones y aún en posesión de la hermandad.
Desde entonces la hermandad sinónima del triunfo de Cristo sobre la muerte no ha dejado de crecer, abordando nuevos proyectos con los que seguir dejando su huella en la memoria cofrade colectiva y despidiendo la Semana Santa frente a la efigie de Manolete, en el escenario único, lleno de sabor popular, que es la Plaza del Conde de Priego.