“En Córdoba los barrios llevan el nombre de sus iglesias, así que ya te puedes ir espabilando si no te quieres perder”. Con esas palabras recibían a un vallisoletano en la ciudad califal hace algunos años. Cierto es que esta es una costumbre de especial arraigo en el casco histórico cordobés, de encanto incuestionable, cuyas plazas y callejas parecen poner todos sus impedimentos para que el trasiego habitual de la vida de la ciudad se cuele en sus impracticables estrecheces. Para perpetuar esa calma que durante siglos ha ido a posarse en cada uno de sus rincones y empedrados, de casas bajas entre las que destaca la inusual altura, en efecto, de sus correspondientes iglesias.
En este sentido – y aunque reconozco que aquí se me pierde la objetividad – Santa Marina ocupa un lugar destacado. Quizá sea por esa sensación que a uno le embarga desde que comienza a cruzar el Callejón de Conde de Priego, como si en ese proceso se estuviera dando un salto atrás en el tiempo que culmina con la silueta desdibujada de Manolete sobre la luz de la iglesia. Quizá sea la sonora voz del cochero a su paso por la plaza, con el nombre de Santa Marina perdido en el aire. O tal vez sean las escenas costumbristas de sus gentes en las noches de verano, en las que solo las voces de las vecinas y el sonido de sus abanicos rompen un silencio, aparentemente, imperturbable.
Si ese encanto, contenido entre sus rejas y blancas paredes, perdura todo el año, imagínense cuánto se potencia su belleza en las múltiples escenas que cada año nos regala nuestra Semana Santa. Si alguna hermandad pasa por el incomparable marco de Santa Marina, no duden, es allí donde hay que verla. Es en la Plaza del Conde de Priego donde puede verse esa famosa estampa que nos trae al dulce Jesús Caído sobreponiéndose al rosetón de la iglesia, donde la noche del Lunes Santo parece no querer tocar a su fin, con la Virgen de la Merced alargando los minutos, recreándose bajo su palio azul, prolongando la espera de las monjitas del Colodro. Es frente a esta hermosa parroquia donde la Hermandad de la Esperanza se detiene en la oscuridad del Domingo de Ramos para recordar sus orígenes.
Si bien las escenas que acabo de describir están al alcance de cualquiera, cuánto más tendría que poner en valor otras estampas del pasado que tengo la suerte de poder recordar, como la de los titulares de la Esperanza y el Buen Suceso llegando a la Iglesia de Santa Marina para facilitar las reformas de San Andrés. Unos titulares que llegaban tímidamente a la parroquia sobre unas humildes parihuelas, para detenerse a descansar unos instantes en los últimos bancos de la iglesia.
Desde uno de sus privilegiados balcones, recuerdo también ver a la Virgen de los Dolores surgir como de la nada tras una larga espera forzada por sus interminables filas de nazarenos y ante los repetidos comentarios de mi abuela que afirmaba con toda rotundidad que era la Señora de Córdoba la más bonita de todas.
Cómo olvidar, entre todos esos recuerdos, a la hermandad que habita en la propia Santa Marina y con la que hasta hace poco era posible ver cómo las monjas del Convento de Santa Isabel de los Ángeles se deshacían en “guapas” dedicados a la Virgen de la Alegría, volcando sobre su techo de palio verdaderas lluvias de pétalos.
Una vez más, me era posible aguardar desde ese mismo balcón al regreso del Señor Resucitado, que ya pasaba de nuevo junto a la imagen del torero pasadas las tres de la tarde. Ese era el momento indicado para echar a correr escaleras abajo, de modo que, una vez el Señor hubiese cruzado la puerta de su templo, yo solo tenía que dirigirme hacia otra más pequeña y discreta que me hacía posible despedir la Semana Santa desde dentro de Santa Marina y mirando la cara sonriente de la Virgen de la Alegría.
Esther Mª Ojeda