Un nuevo sobresalto acompañó el ocaso del pasado viernes cuando muchos pegamos nuestra nariz al televisor para confirmar, con una importante dosis de desasosiego, lo que estaba sucediendo en Turquía. ¡Un Golpe de Estado!. El asunto comenzó a circular de manera insistente por twitter e inmediatamente se detuvo el corazón de quienes comprenden lo que significa una noticia de ese calado sumergiendo el pensamiento de propios y extraños en una suerte de apocalipsis incipiente que terminaría por afectarnos a todos. Será casualidad pero hace unas semanas España y Turquía se enfrentaban en Niza. Hoy somos conscientes del extraño y dramático triángulo que ha unido a estos tres puntos cardinales de la vieja Europa bajo un denominador común, el odio y la muerte.
Horas después de que Erdogán resultase sospechosamente triunfante contra buena parte de los pronósticos que se enunciaban a primera hora de la noche, como si de unas elecciones españolas cualquiera ridiculizando a una encuesta preelectoral se tratase, España se inundaba de recordatorios de una efemérides que inevitablemente retumba en las entrañas del imaginario colectivo cada vez que se alcanza el ecuador del mes de Julio, mediatizado por las mentiras de unos y otros y alimentado por un odio renacido a resultas del abominable mandato presidencial del despreciable José Luís Rodríguez Zapatero, que se encargó de resucitar todos los fantasmas que habían sido enterrados gracias a la generosidad de la mayor parte de los actores que protagonizaron la ejemplar transición que algunos descerebrados ahora intentan desprestigiar y que posibilitó que lo que algunos vaticinaban que se convertiría en un nuevo conflicto tras la muerte del dictador, mutase en una paz que ha posibilitado la convivencia entre hermanos durante las últimas cuatro décadas.
Hace ochenta años se produjo un Golpe de Estado en España, ilegal por definición, que terminó con un régimen republicano que también tuvo un origen ilegal y que derivó en una Guerra Civil cuajada de muerte y destrucción, que asoló al país y destrozó miles de vidas humanas, de uno y otro bando. Tan miserable es olvidar a unos muertos como a los otros, y no sirve justificar el recuerdo de sólo una parte de las vidas perdidas porque la dictadura ya honró a los del bando contrario. La democracia tiene la obligación de recordarlos a todos por más que un régimen ocultase una parte de la historia, porque carece de toda legitimidad propugnar que una democracia actúe del mismo modo que una dictadura. Todas las vidas masacradas merecen el mismo respeto, del mismo modo que ambas partes merecen el mismo reproche. Ambos bandos mataron a inocentes y cometieron barbaridades. Defender lo contrario solamente puede hacerse desde la ignorancia, el odio y el resentimiento.
Les confieso que soy de los completamente convencidos de que la República era un desastre que estaba abocando a la población a un abismo cultural y socioeconómico que las cifras evidencian, por más que algunos se empeñen en negarlo, del mismo modo que resulta obvio que la guerra provocó una hambruna y un retraso del que el país tardó más de treinta años en recuperarse. Recordar la historia implica no olvidar las miserias de ambos bandos, sus pérdidas y sus excesos. En caso contrario estamos condenados a la manipulación sistemática y a volver a repetirla.
Por eso me resulta inconcebible que cada 18 de julio, miles de ciudadanos se dediquen a insultarse mutuamente, muchos de ellos sin tener realmente ni puñetera idea de aquello de lo que están hablando, como bien saben la ignorancia es muy atrevida. Hay que asumir, desde luego, que existe un importante número de tarados en toda población, con esos hay que contar por defecto, pero es una evidencia que el enfrentamiento va en aumento y desde los medios de comunicación hacemos un flaco favor respondiendo a los muertos con más muertos y al odio con más odio. Es posible que sea una evolución natural derivada de la edad cumplida, y asumo que yo también he respondido con el incendio de San Julian o la inmenso patrimonio destruido por quienes dicen que defendían la libertad cuando lo único que hicieron fue pagar con el más débil su odio atesorado y sus fobias heredadas, cuando he leído afirmaciones que pretendían convertir en ángeles a unos y a demonios a otros. Sin embargo, esta semana ha llegado a la pantalla de mi android un artículo que recordaba las iglesias que fueron quemadas hace ochenta años por el odio irracional de quienes imagino que pretendían vencer a los tanques destruyendo el patrimonio colectivo de todo un pueblo para intentar acabar con su memoria, exactamente como hace ahora Estado Islámico en Siria e Iraq, y el único pensamiento que me abordó al verlo (he de confesar que ni siquiera llegué a leerlo) es que pienso sinceramente que ya ha quedado claro para quien quiera saber que los dos bandos cometieron crímenes y que quien no quiere escuchar no lo hará por más que se repitan verdades. Por eso tal vez no sea el momento de responder a las provocaciones con nuevas provocaciones, al intento de levantar a una parte de la sociedad, propagando soflamas para que la otra parte haga lo propio.
Los cristianos debemos tener la generosidad de la que otros carecen para ser conscientes de que es con la mano tendida como se alcanza la Paz. Esa Paz que tanto esfuerzo costó alcanzar a nuestros predecesores y que algunos se están dedicando a matar paulatinamente, sabe Dios con qué oscuras intenciones. No colaboremos a enfrentar a media ciudadanía contra la otra media. Una cosa es dejar claro, con toda la firmeza que sea necesaria, que no estamos dispuestos a que nos pisoteen denunciando a quienes llevan años contribuyendo a la fractura social y que defenderemos nuestros derechos y libertades contra cualquier intento de acabar con ellos y otra muy distinta colaborar a llenar de leña la hoguera que algunos se han dedicado a encender. Es posible que sea la hora de que la reflexión prevalezca sobre el impulso. Ojalá todos seamos capaces de obrar en consecuencia, empezando por quien les habla, por difícil que sea el desafío.
Guillermo Rodríguez