Blas Jesús Muñoz. Hay un momento en que la vida nos muestra su norma rigurosa. Los años, los días, las horas... dejan de formar parte de su segundero inflexible para ser parte de nuestra propia existencia. El momento esperado se convierte en una fracción leve y preciosa que atesoraremos en el mejor rincón de nuestra propia memoria. Y no recordaremos, quizá, la hora exacta, el día de la semana que fue, pero sí el instante en que nos enfrentamos a la Imagen, a nuestro propio ser de luz enfrentando a la hierofanía, a la representación tan humana y tan divina a la vez.
Habrá quien la llame Salud y recordará la iglesia de su barrio llena, aguardándola; quien evocará el momento en que le fue impuesta la nueva corona; o, tal vez, el amargo poso de la suspensión de su salida extraordinaria (porque en Ella, que siempre aguarda la vuelta de su Hijo cada Martes Santo, sí que lo es); las puertas del oratorio abiertas para que su pueblo fiel la venere; la Banda de Música de Santa María de la Merced, el coro, su Banda de Cornetas y Tambores -la que lleva su nombre como una bandera que alzar al cielo en alabanza con cada nota del pentagrama-, todas tocando y cantándole intra muros, con el alma misma de este rincón de la ciudad; o habrá quien recuerde las calles del Naranjo engalanadas para Ella, para mostrar nuestra forma de entender la fe.
Habrá quien rememore todo, o parte, de eso. Sin embargo, también estará quien recuerde las palabras de aquel que le dio forma y vida a la madera. Las manos elegidas para que su primera creación mariana fuese Ella, la Madre del Redentor Nuestra Señora de la Salud. La primera de Miguel Ángel, la que siempre se recuerda con las retinas envueltas en la emoción de la juventud, en los nervios de quien empieza. Quizá, no dentro de mucho, retomemos esa primera vez a la llegada de un Martes Santo que culmine tantos anhelos.