Te condena la justicia que imparte el cobarde que lava sus manos, el
miserable incapaz de ser justo que se ampara en un gesto insignificante para
calmar su conciencia por enviar al cadalso a quien nada ha hecho más que
predicar amor y paz. Y ordena que te azoten y castiguen y te entreguen la cruz
del martirio, riéndose la fortuna del hijo del hombre, a las puertas de San
Andrés…
Y Tú, Señor, aceptas como estaba escrito, cargar con la verdadera cruz... el pesado madero
del pecado y el rechazo, del odio y la ira, de la codicia, la envidia, la
maldad y el llanto. Y abrazas la cruz cruzando el puente de la duda, como mi
alma se aferra a la orilla de tu magisterio, el que nos muestra que te entregas
a tu destino a cara descubierta y de pié… siempre de pie; porque cada vez que
roces el suelo volverás a erguirte para que el mundo sea testigo de tu Gran
Poder Eterno que se sobrepone al dolor y la tristeza de sentirse rechazado por
aquellos a los que vienes a iluminar, vestido con la túnica de la
responsabilidad del cumplimiento de tu deber supremo con la certeza absoluta de
todo tiene sentido…
Cargado
con la sentencia
que
crucifica mis sueños.
Olor
a muerte en el viento
abriendo
paso entre el pueblo,
el
mismo que te esperaba
como
maná de los Cielos
y
con palmas te aclamaba...
Quiero ofrecerte el consuelo
y decirte que te quiero,
que mi alma agradecida
busca ser el cirineo
pa’ tu espalda dolorida.
Porque tu cruz es la mía,
tu condena es mi condena,
tus heridas mis heridas,
tu Verdad es mi frontera,
mi orgullo y filosofía.
Guillermo Rodríguez