El cielo está estrellado. La
noche está en calma. Solo se escucha el silencio. Porque el silencio, aunque
parezca que no, también se percibe en el oído. No hay más que acercarse por los
aledaños de San Hipólito en la madrugada del Viernes Santo, o por la calle
Santa Victoria cuando esa misma jornada,
ve su punto final, con el tránsito de la urna herreriana en el Santo
Entierro cordobés.
Desde lo alto de la sierra,
Córdoba se ve pequeña. Tan pequeña que es solo una mancha de luz en la
oscuridad. La soledad de la noche da lugar a reflexionar. Las fiestas de la
Navidad han dado al pueblo una luz ficticia, hueca y vacía. Todo es tratar de
aparentar lo que no se es. ¿Para qué celebrar el nacimiento del Hijo de Dios si
el resto del año lo estamos expulsando de nuestra sociedad? Hipocresía y
falsedad. Por esto hastiado de tanta mentira estos días de Gloria, este Quintín
que les escribe se ha refugiado en el campo. Atrás quedó la casa llena de
comodidades, los atracones de comidas suculentas de rebuscadas recetas, las
copas con quien se dicen amigos, cuando a las primeras de cambio te acuchillan
por la espalda, las misas del Gallo a las nueve de la noche. Todo esto quedó
atrás por este año y quién sabe si por algunos más.
Por eso me he refugiado en el
campo. Oliendo a romero y a retama, tomando vino viejo de la tierra con gentes
sanas, que brindan lo poco que tienen, durmiendo en un mullido colchón de lana
merina y llenándome los botos y zahones con rocío todas las mañanas. Saboreando lomo de orza,
con dos huevos fritos puestos por gallinas que jamás probaron el pienso y la
noche de Nochebuena escuchando misa a medianoche por un cura de aspecto
bonachón y de mofletes sonrosados. Es en las cosas sencillas donde se percibe a
Dios, sin tanta alharacas y sin tanto consumo promovido por esta sociedad
carente de alma.
La noche continua calma. Desde
esta atalaya el pueblo parece dormido. Solo las luces nos dicen que está ahí.
La torre de la Catedral se alza esbelta. Desde la lejanía, y a pesar de la
noche, es fácil imaginar el patio de los naranjos y el ruido de sus fuentes. Un
recinto que es pórtico al primer templo de la ciudad y que Dios mediante será
lugar obligado para todas las cofradías en la Semana Santa del nuevo año que
aparece en el horizonte. Así debía de ser, pero parece que todo quedará en un
pastiche, que a la larga restará más que sumará. Atrás quedo el acuerdo unánime
en que se aprobó ir todos a la Catedral, motivado sin lugar a dudas por la
presencia en la apertura de la asamblea del Obispo. Decisión que ahora se ve
fue tomada a la ligera. Sin pensar en los pros y en las contras. Mantener la
carrera oficial actual y hacer estación penitencial en la Santa Iglesia
Catedral son cosas incompatibles e imposibles, dadas las condiciones urbanísticas
de la ciudad y la lejanía de las sedes canonícas de algunas cofradías en
relación con la Catedral.
Se fue a la ligera, sin
reflexiones, ni estudios. Sin lugar a dudas la visita del Obispo y alguna
arenga dicha más con el corazón que con la cabeza. Ahora todo son problemas, ya
ha quedado dicho, horarios, medidas, edad de los integrantes del cortejo, pero
sobre todo no ceder nada para favorecer lo deseado por todos.
Quien no conoce su historia, está
condenado a repetirla. Los nuevos cofrades solo se preocupan de conocer aquello
que les deslumbra fácilmente. Desconoce nuestro pasado más reciente. No hay más
que volver la vista a la década de los sesenta del pasado siglo. Carrera
oficial por la Catedral y por las calles del centro. Todo un fracaso. La
historia se repite una vez más, todo por falta de previsión.
Quintín García Roelas