Blas J. Muñoz. Todo vale. Si lo puedes pagar, te lo vendo. Da igual el valor sentimental, si se le puede poner precio y hay alguien dispuesto a comprarlo. No importa. Alguien puede echarle una foto a su medalla, subirla a la red y venderla. Quizá, la crueldad no radique en quien la pone a la venta, pues el intermediario es, a la postre, lo que su nombre indica.
Inquirirse sobre quién la entregó y por qué puede llevar a una respuesta más dolorosa. Sea por desapego, indiferencia o desconocimiento, ninguno de los supuestos es tranquilizador y, ni mucho menos edificante. Cuando uno no sabe es porque no se le enseña y no se trata de apuntar con el índice a un culpable, pues la banalidad es tan genérica que todos tenemos nuestra parte alícuota de culpa.
No se trata de la hermandad a la que pertenezca la medalla. Podría ser de cualquiera y todos lo sabemos. Se trata de un desconocimiento tan supino que hiere. Ahora podrían aparecer los viejos axiomas, los que observan atónitos los masificados ensayos de costaleros ¿Se imaginan a un costalero vendiendo su costal? Seguramente se haga, pero para el que lo siente es una parte indispensable de su oficio. Ni el capataz el traje, ni el músico su corneta, ni el nazareno su túnica. Lo mismo pasa con quien, de forma idéntica, se identifica con la institución a la que pertenece. Tampoco lo haría.
Hace poco una hermandad presentaba una propuesta más que interesante, ofrecer una catequesis a los hermanos de nuevo cuño. Tal vez sea el momento de empezar por ahí, por la base imprescindible para que cada uno sepa donde se mete porque no todo vale y no todo está a la venta y nadie tiene la necesidad de abrir un enlace y encontrarse con que aquello que para ti tiene un sentido profundo, para otro es un negocio.