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domingo, 6 de diciembre de 2015

La Feria de los Discretos: Pátinas y carácter


El otoño va tocando a su fin. Las lluvias han sido breves y los fríos, salvo unos días, tampoco han sido crudos. El pueblo está exultante. Los primeros días ociosos de diciembre, hacen que las calles se conviertan en un ir y venir de gentes. Nativos y foráneos. Mayores y pequeños. Las calles de este pueblo habitualmente dormido, se transforman, como por encantamiento, en travesías que llevan la vida hacía cualquier lugar de esta Córdoba callada. 

Son las vísperas de los días del gozo Inmaculista. La sociedad actual, esa que no cuenta con Dios y lo trata de expulsar de su día a día, se olvida de la grandeza de estas fechas en España. Estos tiempos de adviento han perdido, para la inmensa mayoría, su carácter sacro en honor de la Madre de Dios, convirtiéndose en unos días en los que el consumismo, la banalidad hueca y el comercio son los nuevos dioses a los que adorar. 

Envuelto en mi gabán tres cuartas de paño azul marino y tocado con mi gorra de cascos irlandesa, paseo por el corazón del pueblo. La estatua ecuestre de don Gonzalo, el montillano, es testigo mudo de la vorágine que ha tomado la plaza de las Tendillas. Busco tranquilidad en mi paseo y tomo el camino de la plaza de la Compañía, donde un año más la hermandad del Santo Sepulcro ha montado un magno altar de cultos en honor a la Divina Inmaculada de María. La proporción es santo y seña. Un bosque de cera pura y blanca ilumina el ara de efímera construcción en honor de la Virgén. Al salir echo en falta las celestes colgaduras celestes en la fachada que exteriorizaban anualmente la celebración del Dogma de la Inmaculada Concepción.

Mis pasos me llevan hacía la Catedral. Los nuevos preceptos restauradores, han desprendido de sus muros de la pátina del tiempo. Una pátina conformada por los años. Testigos de una historia antigua, ahora lucen radiantes como si los años hubiesen pasado sin impregnar la historia en los edificios. No son solo los muros catedralicios, son todos los monumentos arquitectónicos que han sido remozados. Todos lucen de la misma forma. Limpios y ocres. El color de la piedra es natural, la pátina adquirida por los años es historia eliminada y desterrada. La puerta del puente, el mismo puente romano, la torre de la Calahorra, todos parecen recién construidos con piezas de los, hoy desterrados juegos, de arquitectura en las cartas a los Reyes Magos.

Las cofradías también están perdiendo su pátina característica. Salvo contadas ocasiones, nuestras corporaciones de penitencia, también las de gloria, están desprendiéndose de su tradicional carácter y de su personalidad eclesial sobre todo. Las hermandades y cofradías son, o deben de ser, iglesia ante todo. Hoy están convirtiéndose en asociaciones mayormente de carácter social y cultural, dejando al lado la autentica razón de su existencia y también, porque no decirlo, de su vigencia a través de los tiempos. Viene esta reflexión porque se están tomando caminos equivocados que, más pronto que tarde, pasaran costes y gastos a aquellos que los toman creyendo que son beneficiosos para las corporaciones a las que quieren representar. 

Manifestaciones, concentraciones de protesta y plantones no son forma de mostrar el desencanto. Son maneras equivocadas de decir que no estamos de acuerdo con las decisiones tomadas por la autoridad eclesial, a la que debemos respeto y obediencia. Los caminos son otros. Tales como audiencias con esa autoridad, ya sea en la persona del delegado episcopal, vicario de la Diócesis e incluso en último término con el Obispo, padre y pastor de la Iglesia a la que pertenecemos. Lo demás, o sea, manifestaciones y concentraciones deben de quedar para alcaldes de larga barba con pañuelo palestino y todos sus secuaces. Lo nuestro forma parte de otra cosa más divina y nada mundana.


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