La tarde comienza a caer. El día radiante comienza a dejar paso a la tiniebla. Antagónicos y complementarios, el sol y la luna, se turnan según las horas que marcan el tiempo. El recinto es amplio. El frío granito ha ganado la batalla al clásico empedrado decimonónico. La remozada fachada de lo que fuera iglesia de Santo Domingo, sirve de frontón para que los críos den balonazos emulando a los ases del football. En el centro de la plaza, el Custodio vigila desde lo alto, el corazón de la collación del Salvador y Santo Domingo de Silos.
Aparentemente es un domingo más. Las gentes acuden a misa, presurosas y calladas. Un penetrante olor a incienso, sabiamente aderezado con una fórmula secreta, perfuma la plaza. La fachada de la iglesia levantada por la Compañía de Jesús, se alza solemne. Sus muros recios guardan el espíritu de Ignacio, el de Loyola. En el interior su sobrio retablo churrigueresco, con traza de Sánchez de Rueda y que no dio tiempo a dorar, sirve de magno dosel a la imagen del Hijo de Dios hecho hombre.
El cuerpo inerte de Cristo se encuentra pendiendo del sacro leño. La muerte ha vencido a la vida. Las huellas del martirio se hacen visibles en la carne macilenta, maltratada, horadada y sangrienta. La profecía de Isaías se ha cumplido. La tenue luz de la cera, de igual color que la tiniebla, alumbra el cuerpo que pende de la cruz cuadrangular, en la que se posan dos escalas para descender y dar sepultura al Hijo de Dios.
Un nutrido cortejo se hace presente en las naves de la iglesia. Rostros adustos en los que la leve luz de las velas da sombras de pesar y dolor. El oficiante reza las estaciones del Vía Crucis y las oraciones rompen el silencio de tan místico momento. El cortejo silente avanza despacioso por el sagrado recinto. Los salmos y motetes brotan líricamente de una garganta privilegiada a la que Dios, doto de un don. Oraciones que se elevan hacía el cielo, al igual que las volutas de incienso que dentro de pocos días purificaran los lugares por donde pasaran Cristo y su Madre.
El barroco ceremonial continua. Tal vez añore marcos olvidados. Es muy posible que esta misma escena, centurias atrás, se viviese en la casa del Carmelo, en la llamada Puerta Nueva. Tiempos remotos que forman parte de la historia y que el paso de los años no ha conseguido borrar. Representación para catequizar al fiel, para recordar que alguien penó por nuestros pecados con su propia vida.
Las oraciones cesan. La voz ungida de la soprano se ha silenciado. De pronto el sonido ronco de dos tambores estremece el alma de los asistentes. Como en Jerusalén, hace dos siglos, los varones suben a la escalera para desclavar el cuerpo muerto de Cristo. Al píe de la cruz, devotas mujeres preparan el sencillo sudario níveo y perfumado. El cuerpo desciende pendiendo de las sabanas lentamente y es colocado, decúbito supino, en las manos de los hombres que lo depositan en el Sepulcro.
Un año más, el Domingo de Pasión, es pórtico de Semana Santa en la Compañía. El ceremonial continua vigente a pesar del tiempo. Cristo entrega su alma para la Salvación nuestra, aunque al final la vida vencerá a la muerte. Ahora es tiempo de reflexión y oración. La Semana Santa se acerca un año más. Consummatum est.
Quintín García Roelas
Foto Antonio Poyato
Recordatorio La Feria de los Discretos: El hombre que esculpió a la Madre de Dios (A Fernando Carrasco, in memoriam)