Las tinieblas ya se cernieron sobre la ciudad, y bajo las bóvedas erigidas por la historia de los siglos, se eleva, movida como por la celestial gracia de los ángeles, nubes de incienso, que compiten en hermosura con las del cielo. Aquí el tiempo no se para, sino que nos trasporta a épocas de susurros latinos, de brisas de órganos barrocos, de imágenes veladas…
En un altar, que la divina providencia quiso que compitiera en belleza con los montes de Jerusalén, se alza, como faro que ilumina la oscuridad que es ese océano de nuestra alma, una cruz austera, con un cuerpo hace tiempo ya sin vida, recorrido por regueros de sangre medida al precio de 13 monedas.
¿Quién era ese hombre?, ¿qué hizo para terminar tan lleno de desprecios? ¿Qué le ocurrió para que al subir las escaleras de ese calvario de velas y flores para besar sus benditos y traspasados pies sienta vergüenza de mí? Pedro lo contesto hace siglos atrás: “Tú eres el mesías, el hijo de Dios vivo”.
El silencio sepulcral que inundaba la oscura nave se desvanece con las palabras pronunciadas desde el dorado águila de un ambón deslucido por los años. Y llegó la primera estación, la condena a muerte. Catorce estaciones, catorce estaciones en las que se hace presente la fe, la esperanza y la caridad. Caridad que sintió la Verónica, esperanza de un mundo nuevo que nos abrió su muerte, y fe, la fe de una cruz.
Un cortejo silencioso avanza pesadamente a lo largo de las marmóreas piedras del suelo, y una carraca ensordece por escasos segundos la solemne atmósfera, primera, segunda, tercera…las estaciones avanzan y el fin se hace presto. Duodécima estación, Jesús muere en la cruz, y una ola de soledad inunda los corazones. De repente los ojos expectantes se pierden en la historia y contemplan nubes de color plata, una árida colina y una cruz, y la Salvación del mundo muerta y pendente de un madero. Como a los judíos, los corazones se retuercen ante una lanzada, y al punto, sale del costado la Iglesia y el agua que lava el pecado. Decimotercera estación, su cuerpo desciende dolorosamente de la cruz. Unos truenos se disfrazan de redobles de tambores y su ensordecedor eco envuelve las almas de los asistentes. Allí estaba la Madre, que ya no es Madre de Él, pues por no dolerla más en su Desconsuelo la hace madre de todos. El discípulo amado enmudece, y la Magdalena, con el corazón encogido y el rostro lloroso, ayuda a la Madre a recoger lo poco que le queda de su hijo, corona y clavos, que le harían volver a dolerse.
Y llegó la última, la sepultura. En la oscuridad un iluminado catafalco rivaliza con la piedra en el honor de acoger la dignidad de un sagrario, contener el cuerpo de ese que fue crucificado, muerto y traspasado. Ya no hay Cristo, ya hay Soledad desbordada. Y ese sepulcro, escalonado, jalonado de faroles en sus esquinas que recuerdan torres de un alcázar de fe, se va a mantener como si no pasara por él el tiempo, como si parase el cometido de un reloj, para esperar un Viernes Santo que le sirva de final.
Antonio Maya Velázquez
Recordatorio La Espada de Damocles: La historia olvidada