Esplendorosa ciudad medieval del antiguo reino de León, Zamora mantiene, a pesar del decadente paso de los siglos, su fama de plaza inexpugnable —“No se ganó Zamora en una hora”—. Una posición dominante sobre el Duero y sus murallas indómitas protegen un casco histórico perfectamente conservado, de calles angostas y recoletas y templos románicos apenas deteriorados.
Cuesta encontrar un lugar en el que la Semana Santa y el entorno urbano se fundan en un escenario tan idóneo. Un escenario en el que no se revive ni se rememora la muerte y resurrección de Cristo, sino que cada año ésta se vive de nuevo por primera vez.
Aunque pueda parecer increíble, esta pequeña capital de provincia de 66.000 habitantes reúne, entre el Domingo de Ramos y el de Resurrección, a unas 300.000, cinco veces su población, y se cuelga el cartel de completo en hoteles y restaurantes. Y es que, declarada de interés turístico internacional, la Semana Santa zamorana es diferente a las demás.
Para empezar, casi de la mitad de los habitantes de Zamora —unos 32.000— son cofrades, lo que da una idea de la intensidad del sentimiento de la tradición para sus gentes. Pero los rasgos que definen a la que se ha convertido en la semana grande de la ciudad son la austeridad, la oración y el silencio con que la viven sus gentes y la belleza de los pasos.
Los primeros documentos que se conservan de la Semana Santa zamorana son de 1273, época en la que los monasterios y conventos organizaban desfiles procesionales en torno a sus claustros y calles. El objetivo era mostrar al pueblo los pasajes de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo y transmitir así, de forma impactante, el mensaje cristiano.
Sin embargo, no será hasta el siglo XIX cuando la celebración de la Semana Santa se afiance en Zamora, gracias al impulso de la burguesía —responsable de la marcha de las cofradías—, el trabajo del imaginero Ramón Álvarez y de su escuela, y la fundación de la Junta Pro Semana Santa —órgano que agrupa a todas las cofradías y gestiona el Museo de Semana Santa—.
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