El tiempo es viento que no respeta. Ha muerto Rafael Muñoz Serrano, un gran símbolo de nuestra Semana Santa. Aunque demasiado sé que él no ha muerto del todo porque sus memorias viven en el recuerdo de muchísimos cordobeses; la noticia me ha conmovido, como a muchos otros, porque somos conscientes de que hemos perdido a un gran amigo, a una persona excepcional, a un buen hombre en el que se representaba la singularidad de ser un escogido de entre el pueblo y, como símbolo, para ser conductor, puesta ante él, de la mirada doliente y de llanto de los ojos de María.
Yo lo conocí, desde antes de la mitad del siglo pasado, en mi primera juventud, como 'El Capataz', cuando todavía la gente no era multitud --salvo en determinados lugares y momentos-- para ver el transcurrir de las cofradías por las calles cordobesas.
Poco más tarde tuve el gran honor, en mi cofradía de la Paz, de conocerlo como uno de los grandes hombres en el que la humanidad se derramó.
A lo largo de los años he compartido con él tantas vivencias y me ha transmitido tanta sabiduría cofrade que, si estuviese capacitado para ello, tendría argumentos para escribir un libro.
Yo creo que, por prestancia y decoro, fue el primero que en nuestra ciudad se vistió de negro para conducir un paso. Fue capataz de capataces, que es ser algo grande, cosa respetada por todos y envidiada por casi todos; compendio de cuanto Córdoba quiere cuando quiere que se levante y ande un paso de palio como a ella le gusta, como ella lo siente.
En Rafael Muñoz Serrano brillaban, y así lo supo transmitir, la seriedad, la responsabilidad, el saber mandar y el lucimiento personal. Y lo hacía no como se cumple un rito vacío, sino como se guarda una obligación querida.