Hubiera querido comenzar estas líneas con palabras amables, con un recuerdo lánguido del tiempo que se nos escapa y del que empezamos a disfrutar. Pero no es posible. La realidad es persistente en sus maneras para recordarnos dónde estamos y qué será de nosotros. Esta tarde, de vuelta a casa con la estampa idílica del sueño de mi hijo dibujado en mi mirada, una imagen atroz se cruzó por el camino. Por el suelo se esparcía la comida que había sobrado en un supermercado y que cuatro personas se afanaban en sacar de un contenedor. Una de ellas, se apartó a nuestro paso y, de manera instintiva, bajó la mirada con la vergüenza de alguien que no creyera estar haciendo lo correcto. Sin embargo, quién puede ruborizarse por el mero hecho de sobrevivir.
Nunca entenderé –o quizá lo sé
desde hace mucho y me aterra pensarlo- como una sociedad puede “crecer” así,
envuelta en la desigualdad más absoluta y, encima, hacerte sentir culpable
cuando te condena a vivir en ese estrato que es una especie de inframundo
convenido que no existe porque no lo ves en la puerta de tu casa. Siempre me
resistiré a pensar, como cristiano que soy y me siento, que las cosas no tienen
solución y que basta con dar una limosna mientras la dimensión del problema es
otra. Quizá, nos sea necesario ver la miseria y su légamo más profundo en los
párpados cayendo de una muchacha que ya parece una anciana junto al felpudo
tibio de nuestra puerta para reaccionar.