"Érase una vez un emperador que vivía en un país lejano al que le
gustaba mucho la ropa elegante. Gastaba todo su dinero en trajes nuevos, tenía
un traje para cada hora del día. Cierto día, llegaron a la ciudad dos individuos
que se hicieron pasar por tejedores finos. Aseguraban que eran capaces de tejer
telas maravillosas, que sólo podían ser vistas por personas inteligentes y no
por las que no eran aptas para desempeñar el cargo que ostentaban.
El Emperador quedó fascinado por aquella idea, pensaba que podría así,
distinguir entre los funcionarios del reino que eran eficientes y los que no.
Ordenó entonces que fabricaran la tela. Para comenzar el trabajo, los supuestos
sastres exigieron un buen adelanto. Tras recibir la importante suma, montaron
un telar en el que fingían tejer, pero nada había en él. Para completar su engaño,
pidieron que se les suministrasen sedas de las más finas e hilos de oro. Los
embaucadores se guardaron todo este material mientras continuaban simulando su
trabajo hasta avanzadas horas de la noche.
El Emperador estaba impaciente por ver el resultado del encargo, pero a
pesar de ser una persona habitualmente muy segura de sí misma, no se atrevió a
ir en persona, por lo que envió a su ministro de confianza para que averiguase
cómo marchaba el trabajo. El ministro se presentó ante los timadores que
continuaban fingiendo su labor. El pobre hombre se sorprendió al notar que no
podía ver la tela que tejían. Pero no dijo nada y les siguió la corriente, por
temor a no ser lo suficientemente digno, lo suficientemente inteligente.