Resultaría muy tentador en el Día de San Valentín escribir sobre el amor
que debemos tener los cofrades entre nosotros o el que sentimos hacia nuestras
imágenes devocionales. Pero si ustedes me siguen con asiduidad, sabrán que no
me va lo fácil.
Habrán escuchado ustedes aquello de “yo nací cofrade” en multitud de
ocasiones. Pues bueno, no es mi caso. Lo reconozco, yo no nací cofrade, y a
pesar de que recibí educación católica nunca hubo tradición en mi familia en
este sentido. Ni por asomo piensen que me ruboriza lo más mínimo.
Por tanto, yo me hice cofrade. Hace poco escribí sobre la chispa que me hizo sentir cofrade en plenitud. Hoy me quiero retrotraer varios años a este
suceso. Como alguno de ustedes sabrá, estudio para dedicarme a la enseñanza.
Ello me ha hecho ser consciente de la gran importancia que tiene la etapa de la
infancia en cada individuo. Sin irme por las ramas, quiero contarles que mucho
antes de tener ese encuentro con la Virgen de la Esperanza ya me atraía mucho
el mundo de la Semana Santa, no me perdía ni un paso en la calle, escuchaba
marchas, me encantaba hablar de Cofradías… Y buena parte de culpa (por no decir
toda) la tiene un hermano, no de sangre pero sí de sentimiento, que desde la
época en la que ambos estábamos en el colegio me metía el gusanillo, como
coloquialmente se dice, de la Semana Santa. Me contaba cómo salía de nazareno
en su Hermandad, nos encantaba colorear los típicos nazarenos que venían en una
ficha en la asignatura de Religión, ya por entonces cada uno los coloreaba de
un color distinto… Adivinen de qué color vestía a los nazarenos yo… Sólo tienen
que mirar el nombre de mi “columna” en Gente de Paz.