BEATO PADRE CRISTOBAL DE SANTA CATALINA
Mérida, 25 de julio de 1638 + Córdoba, 24 julio de 1690
FAMILIA, NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD EN MÉRIDA
Cristóbal Fernández Valladolid nace en Mérida (Badajoz), el 25 de julio
de 1638, y es bautizado en la parroquia de Santa Eulalia. Su familia es
cristiana y pobre; trabajadores del campo, en la que también los pequeños
tienen que cooperar a obtener el sustento.
Su infancia transcurre entre escuela, juegos y ayuda a sus padres.
Desde niño manifiesta una exquisita sensibilidad religiosa; cuenta apenas ocho
años, cuando se acerca al convento de los religiosos franciscanos de su ciudad
pidiendo ser fraile.
Ya adolescente, continúa sus estudios; trabaja como enfermero en el
hospital de San Juan de Dios y, también, como sacristán en el convento de las
RR. Franciscanas Concepcionistas de su ciudad. Cristóbal madruga para ayudar a
la Misa temprana. Sus paisanos admiran su afable responsabilidad.
El director de san Juan de Dios, que lo trata diariamente mientras
cuida a los enfermos del hospital, le plantea un interrogante vital
insinuándole la llamada al sacerdocio.
JOVEN SACERDOTE
El joven Cristóbal lo ora y reflexiona y decide comenzar su formación
eclesiástica. Una vez concluida, es ordenado sacerdote en Badajoz, el diez de
marzo de 1663.
Comienza su nueva vida sacerdotal en Mérida. Se inscribe como miembro
del cabildo de clérigos, del que es secretario, y conjuga armónicamente el
ministerio sacerdotal con la atención a los enfermos del hospital de San Juan
de Dios. En su adolescencia ha trabajado allí y sus paisanos admiran el modo de
cuidarlos. Y es que Cristóbal, ya había experimentado entonces “cuán suave es
el Señor servido en sus pobres”.
Pero, pronto, es destinado como ayudante del capellán de uno de los
Tercios españoles en guerra con Portugal. Es una vivencia fuerte y dura. Tirado
en el suelo, pasa días y noches escuchando, curando y confesando a los soldados
heridos y enfermos. Su experiencia como enfermero le sirve ahora para atender a
sus compañeros. “Es el consuelo de todos en aquel tercio”, afirma su biógrafo y
confesor.
En diversas ocasiones, escapa de la muerte de modo inexplicable: El
árbol donde se haya recostado es destruido por una bomba y él sale ileso.
Cuando cabalga con un pelotón de soldados, su caballo se extravía y queda salvo
de una emboscada… Cristóbal experimenta muy cerca la mano salvadora de Dios.
Así, hasta que enferma gravemente y, casi a punto de fallecer, es
recogido por su hermano y vuelto a la casa paterna.
Durante su convalecencia, comienza a sentir la llamada de Dios a una
vida de soledad y lo habla con un amigo sacerdote. Pero no acaba de decidirse.
Además, le ofrecen llevar la administración de los bienes de un importante
hombre rico de la ciudad. Le vendría muy bien también para ayudar a su familia,
que vive estrecheces económicas. Pero no acepta la tentadora oferta.
Reflexiona en su interior. No basta ir sorteando las circunstancias de
cada día, ni siquiera en la vida sacerdotal. Su corazón está inquieto: ora,
discierne, lucha contra sus propios miedos y se interroga por el sentido
profundo de su vida.
En su intimidad sigue resonando la invitación de Dios a una vida más
auténtica. Pero vacila y retrasa la respuesta. Un incidente inesperado, la
muerte de un amigo en extrañas circunstancias, le da el empuje final. Sabe que
en la sierra de Córdoba se haya establecida la vida eremítica y ¡al fin! hacia
allí encamina sus pasos.
ERMITAÑO EN EL BAÑUELO (Córdoba)
Sale de noche de su ciudad y recorre a pie los más de doscientos
kilómetros que separan Córdoba de Mérida. Echa a andar por veredas poco
transitadas orando al Señor: “Mi ánimo, oh Dios, es servirte en la soledad. Mi
viaje no ha de ser por camino conocido. Guíame para que, sin ser visto, pueda
llegar al desierto donde Tu amor me llama”. Es el año 1667.
Cuando Cristóbal llega al eremitorio, se dirige al Hermano Mayor que le
pregunta su identidad y deseo. “Soy un pecador que viene buscando quien le
enseñe a hallar a Dios por el camino de la penitencia, porque no tiene otro el
que ha pecado. Te pido que me recibas como hijo y me enseñes como Padre que yo
prometo ser obediente a tus mandatos”.
Desde este momento el ermitaño lo conduce espiritualmente y el P.
Cristóbal vive bajo su gobierno, en obediencia y humildad.
El Hermano, además, le orienta sobre su nueva vida y le indica su
ermita. Comienza a vivir con toda radicalidad en oración, silencio y
penitencia. Pero, no ha manifestado su condición sacerdotal; no quiere ser
distinguido por ella ni mermar los rigores del modo de vida comenzado. Después
de algunos meses sin celebrar la Eucaristía, lo desvela al Hermano.
En adelante, continúa el mismo género de vida, aunque celebra la
Eucaristía para los ermitaños. Dedica todo el día y gran parte de la noche a la
oración, trabajo manual en su ermita, lectura espiritual y ayuda al laboreo de
alguna hacienda vecina. En muchas ocasiones hace también leña y picón para
dejarla a las puertas de los pobres sin ser visto. Hace penitencia extrema y
guarda soledad total.
La vida eremítica es dura y fuerte para quien se empeña en hacerlo
coherente y sinceramente. Dice su biógrafo que los desiertos “son cunas
rústicas donde se crían espíritus levantadamente grandes ” … y el Señor, “labró
a su Siervo en los campos y soledad del Bañuelo, para que bien asentado fuese
fundamento y principio” de la nueva Congregación.
En 1670 profesa en la Orden Tercera de San Francisco de Asís y toma el
sobrenombre de “Santa Catalina”. Este será su nombre en adelante: Cristóbal de
Santa Catalina.
Su coherencia, silencio, afabilidad y virtud atrae a los demás
ermitaños, que le piden sea su guía y maestro. Se constituye así la
Congregación de Ermitaños de San Francisco y San Diego según el espíritu de la
Orden franciscana.
Más, continúa su vida eremítica con toda intensidad. Su personal
experiencia de Dios, imbuida desde su infancia de la espiritualidad franciscana,
se expresa en gestos sencillos al hilo de la vida cotidiana. En una ocasión,
mientras ora en su ermita, oye un fuerte griterío. Creyendo que es una reyerta
entre los trabajadores de la viña, se acerca al lugar. Los hombres le explican
su empeño por matar una culebra que ha salido de entre las piedras y parece
peligrosa. El Padre Cristóbal les pide que no hagan daño al animal y lo dejen
vivir. Conseguido tal permiso con sus palabras, la culebra sale asustada de su
escondrijo y, cuando el P. Cristóbal se dirige de nuevo a su ermita, allá le
sigue detrás. Desde aquel momento, el animal se refugia de noche en su ermita,
y durante el día la vigila delante de la puerta. Por aquellos pagos todos la
conocen como “la culebra del P. Cristóbal”.
JESÚS NAZARENO Y LA HOSPITALIDAD FRANCISCANA – CÓRDOBA
El P. Cristóbal, como es normal entre los ermitaños, debe bajar en
ocasiones a la ciudad para algunos menesteres. Es, entonces, cuando va
conociendo la situación social de Córdoba y de sus pobres. Aunque hay títulos
nobiliarios y mayorazgos, miran hacia otro lado para no ver las urgencias. La
ciudad presta algún socorro, pero son incontables las personas que viven en la
miseria.
El corazón del ermitaño se estremece e inquieta. Ora y discierne.
Corre el año 1673. El P. Cristóbal de Santa Catalina, a la vista de
tanto sufrimiento, toma una determinación radical para su vida: “Serviré a Dios
sustentando pobres”. El P. Posadas, OP., su confesor y biógrafo, lo relata así:
“Teniendo noticia de las graves necesidades que padecían muchas mujeres, que
unas por ancianas, y otras por accidentes a la naturaleza incurables, estaban
consumidas de su misma necesidad, entre húmeros y rincones, unas recostadas en
el suelo, y otras acomodadas en esterillas viejas, donde se las comía el hambre
propia…. Se movió a buscar el remedio a necesidades tan extremas… Bajó a la
ciudad, y buscando lugares donde formar recogimiento y enfermería para las
dichas pobres, encontró con la Casa de JESÚS…
… Discurrió por las calles y casas en busca de pobres. Y, hallando su
caridad en que emplearse, dio principio a la obra y fundación del Hospital, el
año del Señor de 1673, día once de febrero”…
La Casa de Jesús es una pequeña ermita con una imagen de Jesús Nazareno
y un hospitalito de seis camas anejo, de la cofradía de Jesús Nazareno. Los ilustres
cofrades veneran y procesionan esta bendita imagen, muy querida por los
cordobeses; además, las Reglas establecen que la cofradía debe realizar alguna
obra de caridad. En este momento el hospitalito no está siendo utilizado y el
P. Cristóbal ve en esta circunstancia la providencia de Dios para atender a los
pobres. Lo pide a los hermanos cofrades y estos se lo ceden para comenzar su
caritativo propósito. Lo nombran, además, hermano y consiliario de la cofradía.
De este modo, da comienzo la Hospitalidad Franciscana de Jesús
Nazareno. El Obispo de la diócesis le exige dejar el hábito franciscano y vivir
como sacerdote secular para poder dirigir el hospitalito.
Varios cordobeses, que observan al P. Cristóbal trabajando duro para
preparar el hospitalito, comienzan a apoyarlo aportando materiales, comida y
enseres necesarios.
Algunos hombres y mujeres colaboran personalmente, cada vez con más
dedicación, hasta entregar la vida en ello, tal como ven en el P. Cristóbal.
Son los primeros Hermanos Y Hermanas Hospitalarios de Jesús Nazareno. Las
Hermanas se dedican directamente al servicio de las mujeres y niños acogidos en
el hospital, y los Hermanos piden limosna para su sostenimiento.
La fundación carece de cualquier bien o medio, pero las Constituciones
expresan claramente su especificidad: “El fin primero y principal de este
Instituto es servir a las pobres”.
En adelante, toda la vida del P. Cristóbal está ligada a Jesús Nazareno
y a esta Hospitalidad al servicio de los necesitados. EL es modelo, corazón y
fuerza del Fundador; que vive en Dios y solo busca Su agrado. Quiere parecerse
al Nazareno y, con EL, llevar sobre sí los sufrimientos de los otros y dar la
vida por sus hermanos.
Por otra parte, al Nazareno acude en oración silenciosa y confiada
intercediendo por las necesidades de los pobres, pidiendo luz para dirigir y
animar a otros, la fortaleza y paciencia para seguir adelante en la obra
comenzada, el corazón cercano, sencillo y suave para acercarse cordialmente a
todos y comprender y superar las ambigüedades y contradicciones,… Es lo que ven
cada día los Hermanos y Hermanas y lo que aprenden del Fundador.
La súplica confiada a Jesús Nazareno, la fe inquebrantable en la divina
Providencia y la entrega total son la fuente de cuanto el hospital necesita.
Con todo, las carencias son innegables y las penurias no pequeñas. Pero el P.
Cristóbal no duda: “Tenía tanta fe en la divina Providencia, que encargó hacer
un cuadro de Jesús Nazareno, que puso sobre el umbral de la enfermería de los
pobres, con esta inscripción: “Mi Providencia y tu fe han de tener esto en
pie”.
La obra comenzada es ardua. De dentro y de fuera vienen dificultades e
incomprensiones. Requiere fe a toda prueba, confianza plena en Dios, caridad
ardiente y fuerte para ir adelante, y no todos la tienen. Algunos Hermanos y
Hermanas titubean ante las dificultades; a veces, encuentran muy exigente el
modo de vida comenzado; algunos seglares malinterpretan la naciente vida
Hospitalaria; las necesidades son ingentes. Pero el P. Cristóbal sigue insistiendo:
“Tened confianza porque la mano de Dios sabe abrirse para el socorro cuando las
necesidades aprietan”.
Concretamente, las mujeres no son tenidas en cuenta tampoco en este
extremo. Por ello, cuando el P. Cristóbal baja a la ciudad y pone en funcionamiento
el hospitalillo comienza por recogerlas a ellas: mujeres enfermas, ancianas e
impedidas; aunque enseguida acoge también a niños y niñas que no pueden ser
alimentados ni atendidos por sus familias.
“Este Instituto es la caridad”. La caridad del P. Cristóbal y el
hospital, irán abriendo más y más los espacios para atender a más personas. La
naciente Hospitalidad tiene como propósito dar respuesta a quienes se
encuentran en mayor necesidad. Esta es el mejor padrino.
Queda patente, además, que cuida, no solo las necesidades de cobijo,
salud y alimento, sino también las carencias espirituales. Esmero, delicadeza
en el trato – “daba de comer con sus propias manos a los que postrados por la
enfermedad estaban desganados”, escucha, acompañamiento espiritual, vida
teologal, confianza en Dios…
El P. Cristóbal es un contemplativo; fijos su corazón y su mente en
Dios, desea hacer lo que a Dios agrada. La voluntad de Dios es la suya. Y su
vida está totalmente entregada a Dios y a los hermanos.
La dolorosa enfermedad y dependencia de las mujeres que vivían en el
hospitalillo, quedaba suavizada por la espiritual delicadeza del P. Cristóbal.
“Solía regar las camas de las pobres con algunos jazmines, porque como cada una
es el lecho donde Dios suele morar, y este ha de estar florido, ponía las camas
con el adorno que pide tal Señor”…
En lo que se refiere a la infancia, acoge niños y niñas dándoles
alimento y enseñanza. Así sus padres pueden salir a trabajar y ganarse el
sustento. Los enseña en el patio entre juegos y cantos, pedagogía no usual en
este tiempo que le reporta duras críticas.
La pobreza tiene, además, otros rostros. Prostitutas, que lo son por
pura necesidad. Les facilita vivienda y cuida de sus hijos para que puedan buscar
trabajo sin dejar a los niños abandonados
También las viudas, que quedan abandonadas a su suerte. Y jóvenes sin
dote y sin futuro. Además de monjas en clausura que pasan hambre y clérigos con
escasos bienes para vivir. Hasta bandoleros, que se buscan el sustento
saqueando a los viajeros y peregrinos que vienen de paso. Todos caben en su
corazón y reciben aquello que necesitan.
Con todo, es su persona afable, su silencio atento, su cercanía
cordial, su espiritualidad nada ñoña, lo que atrae y contagia del P. Cristóbal.
Es Dios, quien se hace presente a través de su figura, lo que más necesitan las
personas. Suele hablar poco, pero enfermos y sanos, ricos y pobres se precian
de ser sus amigos. Y los niños que juegan por la calle lo reconocen sin titubeos:
“Apartaos, que viene el santo Cristóbal”.
Enfermos de otros hospitales y en sus casas, lo llaman para remedio de
cuerpo y alma. Las familias lo reclaman como amigo y padrino de sus pequeños.
Muchas personas le piden les acompañe en el camino de la virtud. Es para todos
y, como escribe su director espiritual y biógrafo, el beato Fray Francisco de
Posadas, OP, “Todos eran dueños de su esclavo corazón”.
La figura del P. Cristóbal es familiar, sobre todo, para los
cordobeses: Sacerdote, con su talega que surte a quien necesita, su silencio
orante, su corazón en Dios, su mano extendida, su paciencia a toda prueba, su
sencillez y humildad que atraen, … Son muchos los que afirman: “Más aprendo yo
cuando veo al P. Cristóbal pidiendo por las calles, que de muchos sermones”. Lo
conocen también en otras ciudades, Sevilla, Cádiz,…porque necesita salir a
pedir limosna para sostenimiento del hospital; y todos tienen la misma opinión.
MUERTE Y TESTAMENTO DEL BEATO P. CRISTÓBAL
Así transcurren los días y los años. Aunque Hermanas y Hermanos le
piden que se cuide siquiera mínimamente, él anda olvidado de sí mismo, incluso
cuando está enfermo: Come escasamente, hace dura penitencia y se entrega sin
descanso. En 1690, el cólera infecta la ciudad. El P. Cristóbal cuida a los
afectados por la epidemia dentro y fuera del hospital Jesús Nazareno, y queda
también contagiado.
Son días de gran dolor, que vive con paciencia y serenidad. Pide
recibir la Comunión y el sacramento de la Unción de enfermos. Sus Hermanos y
Hermanas lo cuidan, acompañan, oran y sufren. Cuando percibe que la hermana
muerte está muy cerca quiere despedirse de todos y darles su última bendición.
Con la voz ya entrecortada, les deja su TESTAMENTO:
“Pido con todo encarecimiento a sus caridades, que atiendan ante todo a
la honra y gloria del Señor. Y procuren guardar el Instituto con gran humildad
de sí mismos y con gran caridad de los pobres, amándose unidos en el Señor”.
Pronto, abrazado a un Crucifijo, queda descansando en la paz del Señor.
Es 24 de julio de 1690. Hermanas y Hermanos, rotos de dolor pero llenos de fe y
confianza, se dirigen a la iglesia para postrarse ante Jesús Nazareno y
ofrecerse a sí mismos para continuar en el servicio a los pobres como lo han
venido haciendo hasta ahora junto al P. Cristóbal.
Cuando las campanas anuncian su muerte, los cordobeses acuden en masa
al hospital de Jesús Nazareno. Ancianos y niños, pobres y ricos, sanos y
enfermos, … todos quieren despedirlo y, si es posible, tener una hilacha que
haya tocado. Lo consideran un santo. No dejan lugar al entierro, que debe
realizarse en secreto y de noche.
El ayuntamiento de la ciudad celebra solemnes honras fúnebres por este
benefactor de la ciudad, que tanto bien le ha reportado. Predica en esta
celebración el dominico Fray Francisco de Posadas, que ha sido su director
espiritual. ¡Nadie mejor que él conoce el interior del P. Cristóbal! Pronto, el
obispo de la diócesis le pide que escriba su biografía. Esta sí que es un
tesoro, escrita por su propio acompañante espiritual que, además, también ha
sido reconocido Beato por la Iglesia. El Proceso de su beatificación se inicia
por el ahínco de la autoridad eclesiástica y civil y del pueblo.
VIVE EN SU OBRA
La Hospitalidad fundada por el P. Cristóbal continúa hasta hoy su
espiritualidad y obra caritativa y social a través de la Congregación de
Hermanas Hospitalarias de Jesús Nazareno Franciscanas.
Diversas circunstancias históricas dificultaron la permanencia de los
Hermanos y la rama masculina de la Congregación desapareció a fines del siglo
XIX. Es entonces cuando las Hermanas salen a pedir la limosna necesaria para
sostener la obra hospitalaria, además de atender directamente a las personas
acogidas.
La fuerza del carisma del P. Cristóbal estimula la extensión de su
obra. La Congregación sigue dando respuesta a nuevas necesidades de los pobres
en lugares y ámbitos diversos. Por otra parte, instituciones civiles y
religiosas solicitan la presencia de las Hermanas. Hoy, la obra del P.
Cristóbal se encuentra presente en varios países de Europa y América.
La promesa de Jesús Nazareno al P. Cristóbal: “Mi Providencia y tu fe
han de tener esto en pie”, es el fundamento y la garantía de la Obra
Hospitalaria Franciscana de Jesús Nazareno, que desea seguir “sirviendo a Dios
sustentando pobres” y hoy se goza con la Beatificación del P. Cristóbal de
Santa Catalina, a quien la iglesia reconoce públicamente y presenta a todos
como modelo e intercesor.