Alguien con cara de circunstancias advirtió hace unos meses a Manuel García García (Sevilla, 1933) que a sus 80 años tendría que remangarse si quería repetir en el cargo de hermano mayor de la Macarena al conocerse la formación de una candidatura alternativa impulsada por hermanos mucho más jóvenes y de familias con solera en la cofradía. A Manolo le faltó contestar que lleva más de sesenta años con las mangas hacia arriba y los codos al aire, sobre todo porque se forjó de adolescente en las madrugadas del mercado provisional de la Encarnación, cargando cajas de fruta y negociando con los mayoristas. Toda una vida de pertenencia efectiva a una hermandad no se tumban en unos cuantos meses. O no se debe. Porque hace unos años que en el mundillo de las cofradías cotiza a la baja el respeto a los postulados de esa vieja escuela por la que se dejaba repetir en el cargo al que está, para que termine sus proyectos y, sobre todo, porque resulta poco estética la mera posibilidad de que un hermano mayor salga por la puerta de atrás. Se supone que esa escuela es la que distingue a una hermandad de una empresa privada, a una asociación religiosa de una peña flamenca, a una corporación con sagrados titulares de una comunidad de vecinos. Se supone.
Manolo García ha arrasado en las urnas con la fuerza de la autenticidad. Su peso específico en el atrio macareno está forjado día a día desde que fue admitido como hermano en plena Segunda República, en mayo de 1935. Ya ha llovido. Y García sabe de las borrascas de la vida, de los refugios abiertos, de las puertas cerradas, del silencio de los teléfonos, de los vetos en la prensa y de las lenguas aceradas en los atrios. García siempre ha sido de la Macarena y, por circunstancias, estuvo en la política. El orden es el siguiente: primero fue la Macarena, después la Macarena y siempre la Macarena.
A la política llegó de la mano de un señor con mayúsculas como Ricardo Mena-Bernal, en unos años en los que se podía conocer a señores en la política, profesionales que siempre llevaban en el bolsillo interior de la chaqueta el billete de vuelta a sus despachos. Y también en unos años en que los concejales de distintas ideologías compartían copas en los bares del entorno de la Plaza Nueva, sin los radicalismos de las tertulias de ahora ni los enfrentamientos políticos llevados al terreno personal. Grandes tertulias echó García con Fernández Floranes, del PSOE, o con el inolvidable Adolfo Cuéllar, del PCE. Por eso no extrañó ver en la cola de sus votantes a históricos del socialismo como Antonio Ojeda o a concejales actuales como Juan Carlos Cabrera. Aquellos años primeros de la democracia también compartió acta de edil con un tal Javier Arenas, penó en los bancos de la oposición, alcanzó después el gobierno con Soledad Becerril y hasta sufrió que lo quitaran de las fotos o, lo que es peor, que los fotógrafos le rogaran que se pusiera en las esquinas para facilitar el corte de la imagen en la sala de revelado.
García consiguió la noche del domingo romper la inercia por la que grupos opositores se han hecho con el poder en las hermandades en los últimos años con toda legitimidad, pero sin respetar aquellos criterios no escritos que siempre han hecho más fácil la convivencia. Claro que también se han roto esas normas cuando gente que no ha debido pasar de secretario segundo o de prioste primero se ha empeñado en ser hermano mayor. García representa en la actualidad el retorno a ese orden quebrantado por las prisas en acceder a los cargos. Tan malo es no saberse ir como no saber llegar. Y lo ha conseguido en su casa, la hermandad con mayor proyección de la ciudad. Es el último gran personaje en un colectivo de hermanos mayores degradado –al igual que lo está el organigrama de los cargos de la ciudad– donde ni una voz se levanta más alta que otra, donde el espíritu crítico ha sido sustituido por raciones de adobo y donde parece que no hay nadie que sepa discrepar con la autoridad civil o eclesiástica desde la lealtad. El propio García lideró en los años de alcaldes franquistas que las plazas de abasto cerraran los Viernes Santo y todos los domingos, para lo que no dudó en pedir la mediación del cardenal Bueno Monreal en un tiempo en que la Iglesia Católica había accedido a facilitar el cumplimiento del precepto dominical.
–Eminencia, así podremos ir a misa los domingos.
–Le recuerdo que la misa de los sábados por la tarde ya es válida.
–Eminencia… Pero eso ni es misa ni es ná.
Y Su Eminencia medió y consiguió que el alcalde, Mariano Pérez de Ayala, ordenara el cierre dominical de los mercados. Desde muy joven, este comerciante con puesto en la Encarnación se acostumbró a moverse con la misma facilidad entre la fruta que en los más altos despachos del poder. Fue un alumno del San Francisco de Paula al que nunca le hizo falta la Universidad ni otros estudios superiores para saber estar en todos los ambientes con sencilla exquisitez y natural elegancia.
Ni un sólo reproche se le ha oído contra quienes han presentado una candidatura alternativa, una lista en la que estaban la mayoría de sus colaboradores y en la que había sangre de su sangre. Él también fue un joven con ímpetu, habrá pensado para comprender algunas acciones y no dejar de verlas como una borrasca más para quien cuenta los años por marejadas. Su habilidad, con 80 años cumplidos, ha estado en recabar apoyos hasta de quienes fueron sus adversarios. Ahora también debe ser hábil para ejercer de hermano mayor de todos los macarenos. Porque en el atrio caben todos los hermanos y todas las visiones. Y a ciertos cargos se debe llegar despacio, como en un paseo por la calle San Luis, por donde tantas veces hemos visto caminar a Manolo –junto a su entrañable hermano Pepe, el capitán de la Centuria– con su traje cruzado de Príncipe de Gales y llamando a la Madre de Dios sólo por su nombre, al estilo de los viejos macarenos: la Virgen de la Esperanza.
El Fiscal