Blas J. Muñoz. Los homenajes, se dijo, los merecen tantos como aquellos que dejan su energía en cualquier empresa loable de la vida. Quienes hacen del esfuerzo cotidiano una forma de entender la propia existencia. Aquéllos que dejan la marca anónima de haber luchado por algo, a sabiendas de que su nombre no saldrá en ninguna reseña.
Aquella Cuaresma, como tantas otras, se forjaba en altares de cultos ideados por primates que apenas ocuparon las páginas de actualidad. Por cofrades que dejaron en sus noches lo mejor de si para que todo estuviera presto, llegado el momento. O por hermandades que contribuyeron a un sueño compartido, haciendo de la generosidad, no una bandera, sino una forma de entender la situación trascendente que vivían.
Fue su Cuaresma y nadie pareció advertirlo. La Hermandad de la Piedad de las Palmeras jalonó su camino hacia la Catedral con síes generosos que implicaban entregarse durante el Miércoles Santo venidero. En tu esfuerzo esta el mío, pensó, seguro de que tal empresa y tal muestra invitaban a seguir creyendo en las cofradías.