Blas J. Muñoz. En una capilla se mira el porvenir y, en la antesala del silencio absoluto, aquella mañana recordó que no podía faltar a los cultos en la Colegiata. Desanduvo sus pasos y aguardó al altar de la noche, donde la cera alumbra más los altares que nos recuerdan su muerte para lanzarnos en una esperanza fidedigna.
Recordó la soledad, el silencio, las calles desdibujadas al paso del cortejo funerario. El flecho de bellota, la sangre insunada en el cuerpo yerto, la media luz de las paredes y la tonalidad flamígera que los cirios esbeltos de los nazarenos eternos otorgan como ofrenda imperante de la Madrugada.
Recordó como se iba difuminado el bullicio de la tarde, los cantos litúrgicos, la Mesa Mística bajo las dos especies, las capillas... La profundidad de la noche se aguarda tensa, con los dientes apretados, con el escalofrío incesante de la certeza. Como una saetilla que se quiebra en la soledad inmensa del espectador.
Llegaron a su memoria los aledaños de la Catedral, el rachear de los pies que buscan el ocaso de sus días. Casi podía paladear con sus retinas la contemplación serena de la muerte como el penúltimo paso necesario para la vida eterna. Ante Él era más fácil, nada doloroso, ser natural. Poco a poco, la Madrugada que hiere inundó sus pensamientos, hiere para sanar la herida.
Foto Jesús Caparrós