Atardecer que borda filigrana, bronce quebrado de Gladíolos que suspiran incienso. Flores de Rocío, mecen afligidas la lividez de sus pétalos, tornándolos sutiles lágrimas. Oración que exuda la mirada, musitado iris de Luna llena, que enmudece al silencio con espiritual fragancia. Caudal de amarga mirra recorre la garganta, olvidadas y malheridas las alabanzas, nacidas entre ramas de olivo y virginales palmas. Ofrecida la otra mejilla y abierto el ungido costado, expira el Gólgota mostrando el Reino de los cielos, flor de fe arraigada en el madero, tierra de muerte empapada por la sangre de vida eterna.
El olor a Santidad en las ermitas de Córdoba
Allí, donde los males del alma se reflejan en sí mismos, expiados por la voz del silencio que eleva al alma a un encuentro con el creador. Lejos el hueso de la carne, tan lejos, como la moneda de la fe. Dichoso encuentro de la raíz con la tierra, de la mirada con el infinito, del corazón, cual florida enredadera que sube al firmamento, para acariciar las estrellas como cuentas del Rosario. Allí, donde las tinieblas se embriagan de luz y las caracolas son mecidas por olas de jara, Señor, caminando de nuevo sobre la inmensidad de tu creación, tu mano alzas, bendiciendo a Córdoba, arrullada en las alas de Rafael.
José Antonio Guzmán Pérez