Jesús Pérez. Cuando pensamos en el tránsito del Renacimiento al Barroco es inevitable pensar en el gran imaginero Martínez Montañés. Sin embargo, nos suena a todos el nombre de un imaginero, Andrés de Ocampo, otro jienense que dejó grandes obras para la Semana Santa de Sevilla pero la brillantez de Montañés ha impedido que no sepamos de su historia tanto como deberíamos. Hoy escribimos sobre él.
Andrés de Ocampo nació en el pueblo de Villacarrillo (Jaén) en 1555 aproximadamente. Siendo un niño se trasladó a Sevilla, un viaje motivado por los intereses económicos que tenía el padre en la capital andaluza. En esta ciudad recibe sus primeras lecciones de arte por el escultor Jerónimo Hernández, quien deja su taller en mano del propio Ocampo años más tarde. Tras haber pasado ocho años en el taller de Hernández, recibió el título de escultor, entallador y arquitecto por un tribunal examinador compuesto por Pedro Heredia y Gaspar del Águila.
Siendo escultor, formó parte de la Escuela Sevillana de Escultura que fundó Juan Bautista Vázquez el Viejo junto a sus colaboradores: Miguel de Adán, Gaspar del Águila y Jerónimo Hernández. Al mismo tiempo, su faceta de hombre culto llevó a relacionarse con otros artistas como los imagineros Juan Martínez Montañés, Juan de Mesa, el pintor Francisco Pacheco o los escritores Miguel de Cervantes y Fray Luis de Granada.
La obra de Francisco de Ocampo se caracteriza por ser principalmente decorativa, destinada a retablos como el de la Iglesia de Santiago o con relieves como el Relieve del Descendimiento de la Iglesia de San Vicente. En Sevilla podemos encontrar su firma en obras de imaginería como el San Pedro del retablo mayor de la Iglesia de San Pedro, una imagen de Santa Paula para el convento que comparte el nombre de esta Santa o un Cristo de la Buena Muerte que se encuentra en la Iglesia de Omnium Sanctorum. También en Córdoba con un Crucificado para el Convento de Santa Marta y en Comayagua (Honduras) con otro Crucificado para su Catedral.
Su trabajo más conocido es el Cristo de la Fundación de la Hermandad de los Negritos de 1622. Es una réplica de otro que él mismo talló en 1620 por encargo de Felipe IV para la citada Catedral de Comayagua. En el interior dejó un autógrafo, que, tal vez porque también pensaba enviarlo a América, decía: «Este Cristo se hizo en Sevilla, año de mil y seizientos y veinte y dos. Hízolo Andrés de Ocampo, maestro escultor». El Crucificado responde a una altura de 1’60m y aunque cronológicamente debería estar enmarcado en el movimiento realista de su época, pertenece al manierismo, mostrando una figura idealizada y apolínea que huye intencionadamente de toda estridencia o exageración.
De esta manera, representa a un Cristo muerto cuyo cuerpo se desploma en la Cruz con una total naturalidad y elegancia; así, la cabeza que cae sobre el lado derecho se adapta a la suave y arqueada disposición del resto del cuerpo. Cuando murió Francisco de Ocampo en el año 1623, el pintor luxemburgués afincado en Sevilla, Pablo Legot, obtuvo la imagen del crucificado. Él mismo lo encarnó con el color propio de un cadáver y lo vendió a la Cofradía de Nuestra Señora de los Ángeles por 1.400 reales.
Fotos Benito Álvarez